Quizá Ecuador no está en guerra o no debería estarlo. Al menos, no tomando este concepto tan a la ligera. De hecho, sin entrar en consideraciones sobre la categoría de conflicto armado no internacional a las luces del derecho internacional humanitario, lo que ha hecho el gobierno del presidente Noboa, en el plano de lo jurídico, es simplemente sumar la causal de conflicto armado interno a la de conmoción interna con la cual busca justificar el estado de excepción decretado. Esa es la consecuencia jurídica de la retórica implementada: una nueva excepcionalidad, que está en firme para combatir al crimen organizado y terrorista. Ya verá la Corte Constitucional si esa causal procede o no. Hoy mi reflexión no es sobre lo jurídico.

Si así lo hace, habrá sido el triunfo de la democracia sobre el terrorismo.

Si realmente hay una guerra, es posible que no sea entre fuerzas beligerantes sino entre dos miradas de ver el mundo: la ley del más fuerte, impuesta por el narco y su poder violento y narcisista, o la democracia, con derechos e instituciones que enarbolan y protegen la dignidad humana. En ese contexto, o en el que sea que esté viviendo el Ecuador, resulta imperativo preservar el sentido crítico que el narco no tolera y que la democracia consagra. Por ese sentido crítico, me permito dudar de la pertinencia de una narrativa de guerra, utilizada -creo- a fin de esconder el fracaso del Estado ecuatoriano, durante tantos años y gobiernos, para desarticular organizaciones criminales a las que hoy reconoce un aún más poderoso estatus de enemigo bélico. ¿Estamos en guerra o esa narrativa es la improvisada respuesta de un Estado que no supo qué más hacer?

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En guerra están en la Franja de Gaza y en Ucrania. Si el Ecuador libra alguna guerra, también es contra la posibilidad de convertirse en Estado fallido por su propia inoperancia. O contra la posibilidad del olvido: sobran los ejemplos en la historia de América Latina, en los que la narrativa de la guerra se ha usado para sostener a gobiernos con aspiraciones tan mesiánicas como electoreras. En el Perú, por ejemplo, la narrativa de la guerra sirvió para implementar un binarismo in extremis: o estás con el Fijumorato o estás con el terrorismo. Los que ponderaban esta dicotomía no contaban que el Fijumorato significaba terrorismo de Estado, tan brutal y sanguinario como el de los abominables grupos armados revolucionarios. Hoy, en el Ecuador, nadie se atreve a cuestionar la aberración de considerar que los tatuajes de animales son indicios válidos para que las Fuerzas Armadas y la Policía detengan e interroguen, por decir lo menos, a personas. A confesión de parte, tengo en el hombro el tatuaje de una cobra que se comió un elefante.

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No sé si estamos en guerra, pero lo pongo en duda. Lo que sé es que el Estado ecuatoriano está en la obligación, con toda la contundencia y dureza del caso, de someter ante la Ley al crimen organizado y garantizar la seguridad pública. El espectáculo de la guerra es una narrativa que puede servir unos pocos días, pero luego tendremos que salir a trabajar y seguiremos atestiguando el fracaso del Estado si es que no hay cambios reales y profundos: el secuestro de los guías penitenciarios, la fuga de reos en cárceles supuestamente militarizadas en sus perímetros, los coche bombas y las alarmas explosivas, o la desolación de las carreteras ecuatorianas sin presencia militar ni policial. Por supuesto que debemos apoyar la labor de nuestras fuerzas del orden, en la medida en que encarnen los valores de nuestro sistema democrático. Jamás bajo un discurso único sin dudas ni sentido crítico.

Prefiero plantear estas dudas ahora, con la esperanza de que no se concrete la posibilidad de que esta narrativa de guerra, y este discurso único que se busca implementar, sean la antesala de falsos positivos y de excesos contra inocentes como los que comete el narco. Mientras tanto el presidente se niega a aceptar que se equivocó en su pedido de investigar a Teleamazonas, por transmitir como era su obligación la toma de TC por parte de terroristas, y propone que la factura de su supuesta “guerra” la paguen los ciudadanos que, a diferencia del Gobierno, priorizamos los gastos para salir a flote cada mes, en el marco de una economía empobrecida.

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Susan Sontag, una de las grandes pensadoras del siglo XX, dudaba de las metáforas que hacían alusión a la guerra por su pretensión de espectáculo. El Gobierno ecuatoriano no someterá al crimen con espectáculo, ni con imágenes de mega cárceles creadas en software renderizados y, aparentemente, sin verdaderos planos arquitectónicos. Insisto, no se someterá al narco improvisando y alimentando una narrativa bélica y dicotómica, que sobre todo contribuye a aterrorizar a la sociedad y que ha eliminado por muchos años la posibilidad de turismo. Será justo apoyar al Gobierno en la medida en que sea capaz de modernizar los cuerpos de seguridad e inteligencia del Estado, recuperar el control de las cárceles, capturar y recapturar a los líderes de las organizaciones criminales y someterlos a la Ley, garantizar la seguridad y la viabilidad de la vida, con un Estado presente con políticas públicas -sobre todo salud y educación- en todo el territorio, sin zonas abandonadas a la buena de Dios, tan proclives al narcodinero. Si así lo hace, habrá sido el triunfo de la democracia sobre el terrorismo. Caso contrario debe saber que, con el paso del tiempo, toda narrativa guerrerista se cae por su propio peso y deja al emperador desnudo. (O)