La Navidad ha pasado, pero se ha quedado. Se ha quedado en abrazos y en regalos, en comidas compartidas y charlas distendidas, en niños alborozados y villancicos emotivos. Para muchos, en símbolos, ritos conmovedores, en luces y algarabía. Común denominador: encontrarse y brindar alegría. Algunos hacen un enorme esfuerzo por tratar de centrarla en lo que consideran esencial, su corazón religioso y el mensaje de un Dios que nace en nuestra vida, es pobre, necesitado, sometido a peligros y tiene que huir para que no lo maten. Igual que sucede a muchas familias en nuestro país y con mayor angustia en las zonas de guerra y de pobreza generalizada.

Santa Claus is watching…

Ahora que nos ha quedado su aroma, los sentimientos de alegría, amor y ternura, el dolor frente al sufrimiento y la injusticia en todas sus formas, frente al hambre, la corrupción, la tortura, las muertes violentas, se hace aún más intolerable. Queremos escapar de él, no verlo, olvidarlo. Y sin embargo sigue ahí enterrando sus garras en la vida sencilla de la gente.

En época de flores plásticas, de montañas de cosas que simulan ser lo que no son, desde árboles hasta baldosas, pasando por una gama interminable de artículos que tratan de convencernos de una realidad de la que son una copia artificial, la autenticidad de los sentimientos que la celebración de Navidad produce y manifiesta se arraiga como una luz que ilumina nuestras tinieblas personales y colectivas.

Y surge una pregunta: ¿la Navidad y lo que representa –aún sustraída su connotación religiosa–, de gozo sincero y deseo de agradar a otros, de homenajearlos y hacerles saber que los queremos y los tenemos presentes, no podría extenderse a toda la humanidad? Para tener una pausa creativa y cordial que frene los conflictos y las guerras y nos ocupemos por un lapso de tiempo a admirar y tratar de brindar felicidad a quienes tenemos cerca.

Navidad y cultura

Sin que represente ningún valor utilitario para nosotros ni tenga una relación de supervivencia en la que nuestra vida esté en juego. Un ejercicio de cariño gratuito y cordial.

Las celebraciones mundiales del día de la paz, de la no violencia, no funcionan. No impactan realmente en la vida cotidiana. En cambio, tienen repercusión el día de Navidad, de San Valentín, que incluyen las emociones en la celebración, aspecto tan olvidado en las expresiones masivas en tiempo en que la salud mental es una epidemia mundial y nacional.

Para la mitad del planeta, la Navidad no existe.

¿Hay algo que podríamos hacer para un despertar que lleve a pensar colectiva e individualmente en los demás con amor y admiración, con deseos de agradecerles, mimarlos y estar con ellos? Una especie de Navidad laica mundial, una tregua general como lo eran las olimpiadas en Grecia, pero para todos. Un día para agradecer y abrazarnos desde el corazón en todas partes al mismo tiempo. El día del encuentro y del regalo. Que tome aspectos de cada cultura y sea una fiesta para pensar en los demás.

A la oscuridad la vence la luz, al odio el amor, a la injusticia la equidad. Y eso hay que aprender y practicar para que el miedo, la codicia y el deseo de poder sean transformados por el aflorar de una conciencia colectiva que como un imán nos atraiga a todos. (O)