La Bruja hoy tiene más que nunca cara de bruja. Y eso se debe, además de la curvatura de su nariz, a sus arrugas, abundantes sobre todo cuando ríe. También a que desapareció el afro en su cabeza, una moda que estaba un poco tardía para los 80, cuando alguna reminiscencia hollywoodesca imponía un cabello frondoso, que más bien parecía un manojo de descuido que de elegancia.

Goleador absoluto del campeonato en 1981 con Liga de Quito cuando llegó al Ecuador, y luego en 1983 con Barcelona. Insigne cabeceador. Rápido, escurridizo centrodelantero que también remeció redes hasta 1993 con las camisetas de Filanbanco y Deportivo Quevedo.

Paulo César es el apodo de este brasileño nacido en Recife, Pernambuco, en 1953, pero que se considera ecuatoriano después de vivir 21 de sus 49 años en el país, tener tres hijos acá con su segunda y última esposa, una quevedeña de la que se divorció (la primera, brasileña, murió en Quito en 1981) y ahora un nieto de 5 años con el que ya sueña que patee en serio el balón.

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Él, en la seriedad de los papeles de identificación, se llama João Evangelista Santiago Dino Pidis. Lo de Paulo César es una marca típica que reciben los brasileños desde niños o jóvenes. Porque el apodo es para él un sello que jamás se ha borrado. Él no se llama João Evangelista. Sus hijos no lo llaman João Evangelista. Él se llama Paulo César.

¿Qué pasó con este crack del campeonato ecuatoriano? Básicamente cambió la pelota por el timón. Sí, se volvió chofer de vehículos de empresas que trabajan en el puerto de Guayaquil.

Desde su casa sencilla de dos pisos, en la cooperativa Santiaguito Roldós, al sur de la ciudad, recuerda la fama, lo bonito que se siente que la gente en la calle lo llame por su apodo y le sonría, pero también que hace una semana es un desempleado más. Ya no tiene carro que manejar.

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Su casa blanca despintada. Esa es la única propiedad que le quedó de una época del fútbol que él dice no era millonaria como ahora. No supo, no pudo ahorrar.

El resto es una propiedad que no se la quita nadie, pero que solo está en su cabeza y en algunos pedazos de papeles ya amarillentos: los recuerdos. Esos recuerdos de multitudes, de esos puntos lejanos y desconocidos que rugían, que ovacionaban un cabezazo, una volea, una finta, un penalti, un gol...