La responsabilidad es mala palabra, consigna pesada, sin duda; es apelación a la ética y, por tanto, para muchos, asunto de sermón. Pero no. La verdad es que es tema esencial sin el cual no es posible ni la familia, ni la educación, ni el país. Ni la economía, ni la legalidad. Ni la vida civilizada.

El principio de responsabilidad es factor clave para entender el ejercicio del poder en los sistemas democráticos. Es punto central en el concepto de República. Es límite al abuso. Es lo que da sentido al Estado de derecho. Es lo que hace de la Ley un estatuto sin pasión, cuyo objeto es promover el bienestar de la comunidad.

Sin responsabilidad, la libertad será libertinaje, el Estado será artefacto al servicio de grupos y aspirantes a caudillos. Sin ella, no será posible la solidaridad, y la talla de los legisladores y mandatarios será minúscula, la justicia será venganza y la ciudadanía, una ficción.

Responsabilidad de los asambleístas para entender la circunstancia y legislar en consecuencia. Responsabilidad al fiscalizar y también al contribuir a la gobernabilidad de un Estado en desventura y de una sociedad plagada por la violencia, el desconcierto y la frustración. Concluidas las elecciones, los asambleístas no son factores de poder al servicio de partidos. Son servidores de la comunidad, gestores de su bienestar, representantes de todos, inclusive de sus “adversarios”.

Responsabilidad del presidente de la República, quien está llamado a interpretar su papel de mandatario, y lo que debe ser su poder entendido como recurso al servicio de la sociedad, y también como administración eficiente y autoridad honorable. Debe ser el vocero legítimo de un país que necesita ser espacio para todos. Poder que suscite confianza para vivir, educar a los hijos e invertir. Enormes responsabilidades del señor presidente, que le imponen, por cierto, rigor indeclinable contra la corrupción, el abuso y los excesos que acentúen el descrédito de la ley.

Responsabilidad de los jueces y tribunales, obligados como están a restaurar el sentido de justicia, a devolverle a la gente la fe en sus actuaciones. Sin eficiente administración de justicia, no hay República; habrá un remedo, una penosa simulación, pero República, no habrá. Y no es asunto de poner en escena cualquier discurso. Es cuestión de dar testimonio cotidiano, de alimentar la certeza y la confianza de tantos ciudadanos que miran con recelo al sistema judicial.

Responsabilidad de la administración pública, de la burocracia donde naufragan muchos afanes. Los funcionarios están para servir, no para ejercer poderes paralelos. No para interpretar las reglas a su antojo, no para entorpecer. Están para alentar las iniciativas legítimas de la gente, no solo para escribir memorandos.

Responsabilidad de la “clase política”, esa entelequia, esa abstracción tras la cual se oculta el afán de dominio y los apetitos de transformarnos en laboratorio de sus ensayos.

Responsabilidad de cada cual, y de todos, en la tarea que reconstruir un país en que sea posible la paz. (O)