Siempre me ha parecido que la democracia como forma de Estado y teoría de justificación del poder tiene méritos incuestionables, pero adolece de un riesgo esencial: que la “voluntad general” se convierta en un sistema de dictadura de mayorías y de sorteo de la felicidad pública.

Ese riesgo alcanza su mayor tensión cuando se asigna a las Asambleas –y a sus colegisladores presidenciales– potestades absolutas sobre todos los ámbitos de la vida de las personas, y cuando se cree erróneamente que las mayorías no son solamente un método inevitable y, a veces, imperfecto para tomar decisiones.

El riesgo está en que se les atribuye, además, la presunta capacidad para descubrir la verdad o la razón jurídica. Esto proviene de la pretensión dogmática de que la democracia no sea solamente un método político –que eso es–, sino una religión y una ciencia, o una piedra filosofal, lo que definitivamente no es.

La “mitad más uno”, o las dos terceras partes, no es un sistema para descubrir la verdad, ni siquiera una forma de establecer la justicia.

La mayoría no es la mágica varita para encontrar la felicidad. Es, simplemente, una suma de voluntades individuales concurrentes sobre un asunto coyuntural determinado, susceptible de acierto o error, de pasiones o desinformación o de acuerdos.

La democracia encontró en la mitad más uno la pragmática solución para zanjar discrepancias, adoptar decisiones y elegir mandatarios.

Ni la ciencia política ni la imaginación han podido, hasta ahora, encontrar un método sustitutivo que elimine ese sabor de imposición que tiene, para buena parte de la población, el método de las mayorías.

La idea de los poderes absolutos de las mayorías plantea un problema al sistema de representación política, porque se asume que las minorías no existen o que quienes perdieron una elección no tendrían derechos; más aún, que las minorías serían malas, enemigas del sistema y formadas por los adversarios del pueblo. Pero lo que se denomina “pueblo” es un conglomerado que no tiene entidad política real ni alma distinta de la de cada persona, con la particularidad de que está conformado por los que ganaron y por los que perdieron.

Si es así, entonces, los perdedores –la mitad del pueblo– carecerían de representación, no existirían políticamente, no tendrían ni voz eficiente, produciéndose una mutilación sustancial del mandato y limitándose la función de la representación solamente en beneficio de los unos –los triunfadores–.

Esto tiene que ver con las dimensiones éticas de la democracia: la tolerancia, la legitimidad basada en la idea de que legisladores y gobernantes lo son del país y, por cierto, incluso de los circunstanciales perdedores.

Pese a la gravedad de las circunstancias que vivimos, y justo por esa razón, es preciso pensar en temas de esta índole, porque sin un examen de las virtudes y de los defectos del sistema será muy difícil apuntalar la república.

¿Será posible entender así la democracia? (O)