El hombre delicado y apuesto que solía recibir a los periodistas en su oficina en la avenida Madison de Nueva York hablaba casi con susurros, pero de manera apremiante y subrayando las palabras con gestos de las manos. La sonrisa de Elie Wiesel era irónica y algo tímida, una fachada delgada sobre la tristeza en los ojos cansados y las arrugas profundas de un rostro que sufrió un pasado brutal.