A finales de los años 50, el mundo científico había posado su mirada en la megadiversidad natural del archipiélago de Galápagos. Misiones de observación –como la de 1954, del austriaco Irenäus Eibl-Eibesfeldt, del Instituto Max Planck de Alemania– daban cuenta de su exuberante flora y fauna, pero también de sus pobres posibilidades de supervivencia si no se daba un cuidado adecuado.