Los seres humanos tenemos latente, en nuestra esencia, la posibilidad de ser deshonestos en cualquiera de los espacios de nuestras vidas.

La filosofía moral y las doctrinas religiosas se forjaron para gobernar esa característica insoslayable de la naturaleza humana que es la maldad. La civilización propone construcciones normativas para regular el comportamiento de los individuos y de los grupos. Algunas personas entienden el valor de las normas y las acatan. Algunos grupos las asumen y viven de acuerdo con ellas. Algunos países comprenden mejor la importancia práctica de los sistemas normativos y por eso han alcanzado, en muchos aspectos, logros significativos. El mundo global sabe la importancia de las normas y las organizaciones internacionales las proponen y promulgan.

¿Tocamos fondo?

Nosotros, en América Latina, entendemos menos el valor de los sistemas que regulan la conducta pese a que también los elaboramos y los defendemos retóricamente en encendidos discursos. Los ecuatorianos no somos la excepción y, por el contrario, en ocasiones como las actuales nos destacamos por liderar situaciones que son el resultado del permanente desafío al imperio de la ley.

Hay factores que inciden para esta suerte de ceguera colectiva frente a los beneficios de la honestidad ciudadana. En Ecuador pensamos, los unos y los otros, que no somos iguales frente a la ley y esa posición fortalece el individualismo y menoscaba la efectiva vigencia de los sistemas normativos. Las élites han vivido así y han llegado a esa condición –en muchos casos– no precisamente por su acrisolada honestidad, desarrollando conductas de menosprecio al derecho que se manifiestan en una serie de acciones que buscan que el sistema sirva a sus propios intereses por sobre el bienestar colectivo. Esas formas de ser no son solo de las élites, están en todos los estamentos sociales y nos caracterizan como pueblo.

Así, coincidiendo con la adjetivación formulada en estos días por un prestigioso intelectual y político nacional, en el sentido de que somos una sociedad deshonesta, insisto en lo que también es evidente, esto es que los seres humanos de cualquier latitud y de cualquier época también lo son, con la diferencia de que quienes prosperan colectivamente aprendieron que ser deshonestos y desacatar las normas de convivencia social les hace débiles.

Todos hacemos patria

Rodrigo Borja

La literatura aborda el tema de la intrínseca maldad de lo humano, que se manifiesta pletórica cuando colapsan, por diferentes razones, los siempre frágiles sistemas sociales de convivencia. Por ejemplo, en Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, se describe el deterioro del orden social, el reinado del caos y el abuso de los unos a los otros. O, en La cúpula, de Stephen King, las condiciones especiales del extraordinario aislamiento de los habitantes del pueblo provocan la emergencia de sus más sórdidos comportamientos.

La deshonestidad cívica es una realidad entre nosotros. Nuestras formas de convivencia aceptaron la decadente vigencia de defectos atroces, como la trampa, el nepotismo, la mentira, el abuso del derecho, la sobrestimación del ardid y el menosprecio del esfuerzo y de la decencia. (O)