A raíz de las declaraciones de Mario Vargas Llosa, de que dejaría de publicar novelas luego de la más reciente, Le dedico mi silencio, la revista Diners convocó a varios lectores para que señalemos cuál es nuestra novela preferida del autor peruano. Sin dudarlo, indiqué que es Conversación en La Catedral, publicada en 1969, lo que por supuesto no le resta mérito a otras obras suyas. Históricamente, su primera novela, La ciudad y los perros, es un hito por el momento de su publicación, el año 1963. Y en cuanto a técnicas literarias no menor es el protagonismo de La casa verde. Luego está La tía Julia y el escribidor, por el registro de humor, el uso de la autoficción y un sentido particular de la apropiación de medios masivos, como el radioteatro, a lo que se suma una especial maestría para aprovechar creativamente los errores narrativos básicos. En realidad, quizá dudaría un poco ahora que lo vuelvo a pensar entre Conversación y La tía Julia. Pero si lo reconsidero de inmediato diría que por la vastedad de personajes, talentosamente ensamblados y correlativos, por el manejo intensivo del diálogo en distintos tiempos –lo que en La casa verde se empezó a explorar pero que apenas destaca en las escenas entre Fushía y Aquilino– y, sobre todo, por el conflicto de indeterminación del protagonista, Santiago Zavala y el despliegue de distintos estratos de la sociedad peruana, en la que fácilmente se podrían reconocer muchos ámbitos del Ecuador y de otros países latinoamericanos, me ratifico en que Conversación en La Catedral es una obra maestra. Y lo es también por lo que elude artísticamente: en una época en que se daba el auge de las llamadas novelas del dictador, en la suya hay uno pero prácticamente no aparece nunca, el general Manuel Odría, por la dictadura en la que se ambienta la novela, entre 1948 y 1956. Sigue esa pauta canónica de Georg Lukács, el gran estudioso húngaro que en su libro La novela histórica planteó que las grandes novelas de ambientación histórica se valen de personajes secundarios y menores. Criterio que el novelista peruano no siguió en La fiesta del Chivo, donde el dictador Trujillo sí aparece con las señales del caso.

Esto de seleccionar una entre las novelas de un autor prolífico como Vargas Llosa, inevitablemente se ve supeditado a una época y a los gustos de turno del lector. No puedo escapar a esas coordenadas. De todas maneras, no es un gusto reciente. Es una novela que he releído a lo largo de los años y que, conforme aparecían nuevas obras del novelista, me ratificaba en mi gusto. Es una novela exigente, no menos que La ciudad y los perros o La casa verde, pero en donde se puede observar una síntesis, una integración maestra de sus exploraciones formales. Tanto ha insistido el autor en su deuda con Madame Bovary, cuando en realidad es otra novela de Flaubert, La educación sentimental, la que es posible percibir con rastros más profundos en Conversación en La Catedral. Thomas Pavel decía que si rascamos sobre el retrato del Príncipe Myshkin de Dostoievski veríamos el retrato del Amadís de Gaula. Con ese mismo criterio debajo del retrato de Santiago Zavala veríamos el rostro de Frédéric Moreau, el personaje de La educación sentimental.

Pero hay otra historia que quiero contar. Creo que Vargas Llosa nos debe una novela. Hago mal en usar el plural: me la debe a mí. Con lo que quiero indicar lo arbitraria que puede ser mi solicitud. Pero aquí de lo que se trata es de pasear por conjeturas de ficción. O mejor dicho: entender las posibilidades que abre la ficción, y que a veces se cumplen o apenas se insinúan, y en eso se lleva a cabo la libertad de la imaginación. Lo que él tanto ha defendido es lo que queremos ahora probar. Esa novela en deuda es la de un personaje que no ha sido explotado en todo su esplendor demoníaco. Me refiero a Fonchito. Aparece en tres novelas menores de Vargas Llosa: Elogio de la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto y El héroe discreto, y en algún cuento infantil. Es el alter ego más auténtico del novelista peruano; con un lado oscuro y, como dije, con cierto matiz demoníaco. Al lado de él, Lituma es una transacción de época con el compromiso social, y que se ha ido afantasmando con el tiempo. Una pena que a Fonchito no se le haya dedicado el protagonismo absoluto en una novela. El reprimido de Santiago Zavala tiene una especie de Mr.Hyde limeño que se desnuda en las posibilidades no cumplidas y míticas de Fonchito. Por supuesto, soy consciente de que las fuerzas y deseos que mueven la escritura de una novela no son por completo manejables, ni siquiera en un autor de dominio férreo sobre su arte, como ocurre con Vargas Llosa. Pero me intriga entender por qué Fonchito no creció tanto, ya que madura entre esas tres novelas, y donde mejor se percibe ese ensanchamiento ficcional ocurre en El héroe discreto, donde no es el protagonista. Fonchito es una especie de diablito limeño, liberado de una serie de condicionantes ideológicos, personaje casi germánico sobre el que jugarían autores de corte más bien expresionista, quizá hasta cercano al Félix Krull de Thomas Mann.

Nunca he conocido en persona a Vargas Llosa. Solo lo escuché en una conferencia en Lima. Pero tengo varios amigos que lo tratan ampliamente, desde Fernando Iwasaki a Carlos Granés. Si lo ven, coméntenle mi reclamo, mi petición, mi atrevida sugerencia. No me hará caso, por supuesto, pero por esa libertad para quienes creemos en la ficción y en todas sus posibilidades, lo menos que puedo hacer es levantar la voz por Fonchito, cuando todavía hay tiempo y vida, para que salga de ese limbo imaginario y se levante con esa grandeza que le vislumbro, aunque me equivoque. (O)