Tan colosal como sus mezquitas, tan frágil como su historia. Los gatos son los guardianes de sus paisajes urbanos y desérticos. De sus multitudes. Marruecos es el primero y el último grano de arena del poniente. El Magreb, la subregión africana en donde se encuentra, de hecho significa “lugar por donde se pone el sol”. En la historia de Marruecos, sobre sus ciudades milenarias, el sol se ha opuesto en varias ocasiones. Pero hoy Rabat es un enclave histórico y turísticamente protocolario en la desembocadura del río Bu Regreg. La capital de un reino de alrededor de 38 millones de personas. La evocación de un mundo musulmán capaz de engranarse con Occidente. La tradición y la modernidad. El trauma del colonialismo y el abrazo a la globalización.

El paisaje es prístino en los alrededores de la Torre de Hasán, el sultán que en 1199 quiso hacer la mezquita más grande del mundo. En varias ocasiones los gobernantes de Marruecos se han propuesto la grandeza. Junto a las ruinas de antiguos alminares –columnas vueltas elegantes despojos para posar en la era del Instagram– se encuentra el mausoleo de Mohammed V, el último sultán de una nación oprimida y el primer rey de un Marruecos liberado, rebelde, conflictivo. El padre de la independencia. Diez años de trabajo y más de 400 artistas marroquíes para recrear un solemne estilo de raíz árabe-andaluz y que brille una dignidad recuperada. Desde 1912 hasta su independencia, en 1956, Marruecos fue un forzado protectorado francés y, en ciertas zonas, español. En 1950 Mohammed V pidió el fin de ese estatus. Fue defenestrado y obligado a exiliarse. En su lugar pusieron a un monarca títere. El proyecto independentista se volvió indetenible con su regreso y proclamación como rey.

Las mismas aguas que tiemblan en el muelle del Bu Regreghan han bañado, por siglos, las cenizas de imperios y pueblos dominados en Europa, Asia y Medio Oriente. En esas aguas se reflejan las murallas de la Medina de Rabat, mercado de caos, excentricidades y utilería. También el Qasba de los Udayas, una antigua fortaleza militar construida sobre una colina para escoltar al puerto, hoy un tradicional barrio concebido como historia viva. Un palimpsesto de estilos y huellas de genialidad y violencia, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Por una puerta de esta antigua fortificación, desciendo al mar y me saco los zapatos. El sol quema en este poniente africano. Vuelvo a sentir la arena caliente, el alivio del agua y el aroma marino.

El tiempo no me permite concesiones. Corro con mi maleta, por la Medina, preso de una extraña felicidad, como si en ese divertido andar encontrara, nuevamente, mi antigua ilusión aventurera. Llego a la estación y tomo un tren que a lo largo de tres horas me introduce en el naranja desértico del Sahara. Marrakech es un viaje en el tiempo. Gatos de todas las edades me reciben en los estrechos callejones de su antigua Medina. Descanso e inicio el día con una nueva mezquita: la Kutubía, constituida por un alminar de 66 metros, una de las construcciones más grandes del mundo en el tiempo de su edificación (de 1184 a 1199), que sirvió de inspiración a la Giralda de Sevilla. Marrakech fue el esplendor de un imperio y luego una era de abandono y olvido.

Como en todo sitio en donde hubo sueños, en Marruecos hay cadáveres. Visito las tumbas saadíes, tan viejas como el Quijote de Cervantes, redescubiertas recién en 1917, en los albores del brutal protectorado francés. Varios miembros de la dinastía Saadí están aquí enterrados, con su pretensión de inmoralidad vuelta una atracción turística que vale porque es solo el destello de un tiempo perdido y refractario. Como el colosal Palacio El Badi, maravilla del mundo musulmán. Queda aún la prueba de su descomunal estructura, aunque solo la imaginación puede recrear sus suntuosos jardines y los finos materiales de las más de 360 habitaciones que pudo haber tenido, allá en 1578. El Palacio de la Bahía, por el contrario, me da una idea más conservada de lo que era un Riad para la nobleza marroquí, con amplios espacios para el harén y los baños.

No resulta extraño el culto al agua en el desierto. En el islam es el más sagrado bien del universo. Por eso el esmero en sofisticados jardines con sistemas de riego. Uno de ellos se puede visitar en Marrakech, llamado Jardín Secreto: un remanso de silencio en el corazón de la Medina. Marruecos es como su gastronomía, un mar de sabores y misteriosas sensaciones. Una ternera, cocinada con especias y sabrosas salsas, acompañada con couscous, logra que la experiencia de la carne sea la de un delicioso y dulce postre o un coctel. Como una casualidad, Marruecos ha aparecido en mi vida, con dos de sus cuatro capitales imperiales. He sobrevivido a la intensidad violenta de sus vendedores, sabiendo que pese a todo el turista puede ser libre y está seguro. El caer del sol en el poniente me recuerda que el verano existe. Con curiosidad he explorado la aguerrida historia de su independencia, cuyo mayor rezago es la lengua de Víctor Hugo y Flaubert. La lucha, en fin, por construir otra vez la torre más alta del mundo. Por ser cada uno esa torre. (O)