El salvaje ataque terrorista de Hamás y la brutal respuesta de parte del Gobierno israelí desataron un alud de opiniones que competían en radicalismo. Desde un lado, la condena al acto terrorista se convirtió rápidamente en una posición de rechazo a la presencia de la población palestina en Gaza, e incluso a la negación del pueblo árabe en su totalidad. Desde el otro lado, el repudio a la respuesta del gobierno de Netanyahu provocó manifestaciones en favor del grupo terrorista, al que se identificó con la generalidad del pueblo palestino, y llegó a condenar la existencia del Estado de Israel. Ambas reacciones alejaron las posibilidades de encontrar una solución.

El origen de esas posiciones extremas se encuentra en la suma explosiva y tóxica de la religión y la raza como elementos básicos sobre los que se asienta un pueblo para formar una nación y construir un Estado. Si tomar a la raza o a la religión como el elemento que aglutina a una comunidad es sembrar la semilla del conflicto, combinar ambos significa estar dispuesto a vivir por siempre en el enfrentamiento con los demás. Identificarse racialmente (o étnicamente, en términos más académicos) es una forma primitiva, superada gracias a la vigencia de valores como la igualdad jurídica, el pluralismo y el multiculturalismo. Convertir a la religión –que es una opción absolutamente individual y voluntaria– en una obligación para formar parte del espacio colectivo es también un retroceso hacia formas primitivas superadas gracias a la tolerancia mutua, a la libertad de pensamiento y al reconocimiento del libre albedrío.

El origen de la guerra no declarada que vienen arrastrando los dos pueblos desde la creación del Estado de Israel –y que se reactivó con la incursión terrorista y la respuesta desmedida del gobierno de Netanyahu– es la existencia de sectores que, desde el interior de cada uno de ellos, alientan el fundamentalismo racial y religioso. Tan responsable es el radicalismo islámico como su similar sionista. Ambos se amparan no solamente en dogmas raciales y religiosos, sino que los mezclan hasta considerarse el pueblo elegido por su correspondiente dios (que históricamente es el mismo). Con esa justificación se remontan a los tiempos inmemoriales en que tribus ágrafas, imposibilitadas de comprender los fenómenos naturales, construyeron visiones escatológicas que solo podían mantenerse a costa de la eliminación del otro.

Aunque esos grupos radicales son minoritarios en cada sector, cuentan con el poderoso instrumento de la violencia para imponerse. El resto, la mayoría que paga las consecuencias en cada lado, tiene el deber de desarmar esas visiones o, por lo menos, de relegarlas al lugar en que no puedan causar más daño. Eso puede comenzar por sustituir al gobierno de Netanyahu y por fortalecer a la Autoridad Palestina para que tenga control sobre Gaza. Lo primero sería relativamente sencillo después de estos episodios, pero lo segundo exige un trabajo intenso en cada sector y una acción decidida de la comunidad internacional. El reconocimiento pleno y mutuo de ambos pueblos, sin carga racial ni religiosa, no llevará a la coexistencia bajo un solo Estado palestino-israelí, que sería lo ideal, pero sí a Israel y a Palestina como vecinos. Se necesita un fuerte sí a Israel y a Palestina y un jamás a Hamás, a Hezbolá y al sionismo. (O)