Desde Sun Tzu hasta nuestros días, pasando por Clausewitz, los teóricos de la guerra vienen sosteniendo que los contendores que son derrotados en una batalla pueden escoger por lo menos entre dos tipos de retiradas. Una consiste en el repliegue definitivo, vale decir en la aceptación de la derrota, que obliga a un cambio total de la estrategia. Ejemplos de esta, en el ámbito político-militar, se encuentran en los acuerdos de paz firmados por grupos beligerantes, que han terminado no solo aceptando la superioridad bélica de los Estados, sino que han aceptado acogerse a las reglas de estos. ETA en España, el IRA en Irlanda, las FARC en Colombia, son casos recientes. La otra retirada es la que consiste en un retroceso temporal o táctico, que sirve para recuperar fuerzas, revisar los aciertos y errores, diseñar los pasos futuros y esperar a que llegue el momento oportuno para actuar.

La falaz democracia directa

Debido a que estamos en guerra –no solo porque así lo establece el decreto presidencial, sino por los niveles de violencia alcanzados en meses anteriores– y a que uno de los combatientes ha reducido significativamente sus acciones, cabe retomar esa diferenciación de retiradas. La respuesta casi obvia es que, debido a la capacidad de acción, a los recursos que posee y a su carácter transnacional, ese combatiente esperará la oportunidad para volver al enfrentamiento abierto con la sociedad ecuatoriana y su Estado. Por tanto, estaríamos asistiendo a una retirada táctica y la relativa tranquilidad actual solo sería un intermedio entre batallas. Las experiencias de otros países y la propia dimensión del problema dentro de nuestras fronteras demuestran que esta es no solamente una percepción bastante acertada, sino que hay elementos que llevan a esperar un agravamiento de la situación que vivimos previamente.

La bisagra

En primer lugar, a finales de este mes la fuerza de combate del Estado ecuatoriano se verá debilitada por el fin del estado de excepción. Las Fuerzas Armadas, que han sido el factor fundamental para lograr el retroceso de las bandas delincuenciales, no podrán desempeñar todas las funciones que les ha correspondido en esta etapa. En segundo lugar, las dos campañas electorales (para la consulta y para presidente y asambleístas) coparán la atención del Gobierno y de los políticos, lo que dificultará el acuerdo político que es indispensable para enfrentar esa amenaza. En tercer lugar, la valiente y decidida lucha de la fiscal contra la podredumbre existente en espacios fundamentales del sistema judicial será utilizada por los representantes políticos de las bandas delincuenciales para socavar la capacidad de respuesta estatal, como ya lo están haciendo. Una situación muy grave.

Al contrario de los casos mencionados, en que fue posible que los derrotados se acojan a las reglas democráticas y del estado de derecho, en este aparece como algo imposible. El narcoterrorismo no ha sido derrotado, mantiene su poder de fuego y su incidencia sobre la institucionalidad pública. Tampoco tiene un comando unificado con capacidad para tomar una decisión que sea acatada por todos sus integrantes. Por tanto, la pacificación sin derrota de estos es prácticamente imposible, a menos que el Estado baje los brazos, mire a otro lado o, más grave, acepte ser parte del negocio, como parece ser el caso del modelo exitoso de Bukele. (O)