Esa es la hipótesis que maneja el sociólogo, teólogo y filósofo Andrés Ortiz Lemos (Quito, 1976), en un audaz experimento teológico que plasma en El evangelio según Ruth, texto con características de novela, que roza la instalación de un mito. En este libro no hay un ápice de sarcasmo, ni de esoterismo, ni pretensiones catequistas. Quizá es una ucronía, es decir, una ficción jamás sucedida. Tan es literatura que se insertan historias de otras épocas, que buscan iluminar los sentidos de la obra. Una construcción compleja, cuya complejidad no ha de confundirse con complicación, sino que delata la riqueza de los contenidos desplegados.

No se trata de un evangelio, aunque varios pasajes estén dispuestos en formato bíblico de capítulos y versículos. Y no será una paráfrasis de las historias de la Biblia, no obstante el recurso a sucesos o circunstancias bíblicas. El nacimiento de Ruth, hija de José y María, coincide con la masacre de los inocentes, de la que escapa justamente por su condición de mujer. Así la huida a Egipto no aparece como fuga de la matanza, sino que la motiva la dudosa filiación legítima de la niña. En Alejandría es admitida en la escuela rabínica de Filón, donde desata su curiosidad crítica. No se queda en el conocimiento memorístico de la ley, sino que encuentra interrogantes en los resquicios vacíos de las sagradas escrituras: ¿hablan los animales?, ¿de dónde salió la mujer de Caín? El mero planteamiento de estos “detalles”, que nos provocan una escéptica sonrisa, hacen tambalear la frágil estructura narrativa de la “palabra de Dios”.

El evangelio según Ruth no es una exégesis en negro de la Biblia, ni deja ver la intención de insertar, o insertarse en, una herejía, posibilidad que ya no resulta heroica desde la desaparición de las hogueras inquisitoriales, pero hace planteamientos cruciales. Parece decir, de acuerdo, esto es ficción, el Mesías no fue mujer, pero podía serlo, dado que Dios trasciende la sexualidad de la carne humana, ¿no? Idea incómoda, aunque no insoluble. Sin embargo, permanece flotando una cuestión, ¿por qué se prefirió el sexo masculino? ¿Podía el infinito poder de Dios zanjar el asunto con un mesías hermafrodita? Pero no se reduce este texto a ese tema, ni utiliza una perspectiva de género. Por más que lleve a pensar que, en efecto, habría sido muy diferente el fenómeno de la redención, de haber sido el ungido (el Cristo) una mujer, en un mundo en el que, sin escándalo, un marido podía apalear a su esposa hasta matarla. Tampoco es solo una cuestión teológica, esta narración se desliza de un plano a otro sin saltos abruptos. Subsumido, pero siempre presente, y siempre gravitante, está el plano al que llamaré epistemológico: el tema de la verdad en relación con la divinidad aparece varias veces desde las dudas infantiles de la ¿futura? mesías, que encuentra que el Dios de los libros sagrados autoriza a sus “partidarios” a mentir y aun premia la mentira. Mientras que en las últimas páginas parecería asumirse la imposibilidad de la verdad objetiva, reducidos como estamos a visiones subjetivas. Este evangelio merece, como se ve, una lectura atenta y sin sesgos para encontrar toda su riqueza conceptual. (O)