Si posicionamos la dicotomía antagónica capacidades técnicas versus competencias de sabiduría, cometeríamos un error. En realidad, en las personas coexisten esas dos posibilidades y otras más que conforman la personalidad de cada individuo, y también se encuentran en quienes cumplen roles relacionados con funciones de gobierno. Así, los perfiles de los gobernantes, en su esencia ciudadanos comunes y corrientes, se analizan en esta ocasión a la luz de lo que se requiere para el cumplimiento adecuado de sus tareas de gobernar para alcanzar el más alto nivel posible de bienestar de las sociedades a las cuales sirven.

Las competencias teóricas y técnicas, como el conocimiento de economía, comercio, leyes, relaciones internacionales y otras que son abordadas en las mallas curriculares de instituciones de educación, son valoradas como esenciales para el correcto desempeño de los gobernantes. Pero esa visión es parcial. El conocimiento es sin duda necesario. Sin embargo, es más importante, para todos y no solo para los gobernantes, la comprensión y la práctica de formas de sabiduría que por ser tales apuntan al cuidado de la vida, al respeto de las personas y en definitiva a la bondad como característica de personalidades orientadas al servicio a los otros, cuyos mayores representantes –teóricamente– deben ser quienes gobiernan.

Pero, lamentablemente, no se educa para la bondad y el servicio al prójimo, porque la civilización contemporánea, dominada por la unidimensionalidad del mercado y del poder, considera que para alcanzar esos fines no es necesario ejercer virtudes orientadas a la búsqueda de lo correcto moralmente. La sociedad lo sabe y, por eso, muchos menosprecian la utopía moral, a la que catalogan casi como una caricatura porque piensan que la estrategia y el conocimiento son los caminos al éxito, que para ellos es sinónimo de riqueza y de poder.

Sin embargo, la función de gobernar conlleva en su esencia más íntima el servicio patriótico y, por ende, desinteresado que contribuye para que la vida de los otros sea cada vez mejor. Y, en ese plano de altruismo absoluto que es el de la política bien ejercida, la búsqueda del mejoramiento de las condiciones de los pobres, de la gran mayoría de personas que viven al margen de los beneficios de la ciencia y del mercado, debería ser uno de sus objetivos trascendentes.

Esa afirmación, tan menospreciada en la práctica, se encuentra en todo texto de ciencia política o en cualquier análisis que describe el deber ser de los gobernantes, pese a ser desembozadamente utilizada, a modo de ropaje, con el cual ellos se visten de lo que no son ni quieren ser.

Escribí estas líneas pensando utilizar algunos ejemplos que en este sentido se encuentran en esa obra maestra de la cultura universal que es Las mil y una noches, pero la dinámica de la escritura me llevó por otros caminos que son los aquí plasmados. También pensé citar la opinión de Voltaire, de Confucio y de Kant, de quien –y para concluir– tomo su idea que sostiene que la ética de los gobernantes reconoce la universalidad de los principios morales, la dignidad humana, la razón y el cumplimiento del deber. (O)