Al mito y a la leyenda pertenece esta anécdota: cuando Juan Montalvo, ese inmenso pensador y cultor de nuestra lengua, entendió que iba a morir, pidió que le vistieran de frac. Quería entrar a la muerte con la dignidad con la que concibió la vida. Ha sido inevitable para mí pensar en esa imagen, así como también en el ensayo La enfermedad y sus metáforas de Susan Sontag, al enterarme del caso de Paola Roldán, la mujer de 42 años que padece de esclerosis lateral amiotrófica (ELA) y que ha interpuesto ante la Corte Constitucional una demanda de inconstitucionalidad al artículo 144 del Código Orgánico Integral Penal, a fin de discutir la posibilidad de la eutanasia, es decir, una muerte con dignidad.

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Por supuesto que esta columna es un sentido homenaje al valor de Paola que, encaminada hacia la muerte -como todos, pues ese es nuestro destino- ha decidido plantearle al país este debate, de manera frontal y ecuánime. Ella, en sus declaraciones públicas, ha recordado lo obvio: la ausencia de regulación no implica que la búsqueda de una muerte digna no se practique clandestinamente. La discusión jurídica de fondo tiene que ver con la dignidad humana: ¿Merecemos morir envueltos en sufrimiento y dependencia, cuando médicamente ya no tenemos esperanza de recuperación? Hace poco se publicó, de manera póstuma, la última columna del escritor Carlos Alberto Montaner que, según su propio plan, fue un alegato en favor de la eutanasia. A causa de su parálisis supranuclear progresiva (PSP) optó por una muerte digna: “Mi vida diaria, en la que la lectura, la escritura y la expresión oral han sido mis señas de identidad, se borran de un día para otro. Desde hace mucho mi cuerpo tampoco me acompaña”.

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Creo firmemente en el derecho a morir con dignidad. La Constitución ecuatoriana y todos los instrumentos internacionales de derechos humanos contienen, en su corazón, el concepto de dignidad humana. Es necesario que la sociedad lleve a cabo este debate y que la Corte Constitucional se decida, con seriedad, a entender que la muerte es parte de la vida y que nadie puede ser obligado a atravesar esa experiencia con dolor y deshumanización. De hecho, creería que el caso de Paola da cuenta de la urgencia de este asunto: deben ser numerosos los casos de personas que padecen enfermedades incurables y que todos los días sufren todo tipo de dolor, sin la posibilidad de optar por una muerte digna. Es un caso que, a todas luces, requiere priorización.

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Por lo demás, Paola ha comprado cuarenta regalos para que sean entregados a su hijo de manera paulatina en el transcurso de las próximas cuatro décadas. Me parece, sin embargo, que el gran regalo que le deja es la valentía de haberle propuesto al país esta crucial discusión. Ella es una muestra prístina de esa dignidad humana que, pese a los horrores, le da sentido a la humanidad. Quizá el regalo de Paola también es la contemplación o una mirada estoica ante los problemas de la vida. Así como la posibilidad de que su hijo la recuerde como la mujer fuerte, alegre y decidida que fue, no el cuerpo vencido por una enfermedad. ¡Gracias por tanto, Paola Roldán! (O)