Sesenta años atrás, la aburrida tarde escolar se agitó con la noticia: mataron al presidente John F. Kennedy. Cursábamos el tercer grado de escuela, los niños de entonces estábamos mejor informados, a pesar de que los medios de comunicación eran elementales, pero Kennedy era especial. El primer presidente católico de la Unión, el más joven de la historia y de buen ver, estaba casado con una bella mujer. Sus niños correteaban por la Casa Blanca. Esta idílica imagen cubría la mala salud del mandatario y su inverecunda vida sexual. Su liderazgo se consolidó cuando le dobló el brazo al dictador soviético Nikita Jrushchov, en el pulso nuclear de los cohetes en Cuba. Desplegó por el Tercer Mundo los Cuerpos de Paz, visitó varios países hispanoamericanos, continuó con la escalada bélica en Vietnam, que empezaba a ser una guerra abierta y bajo su mando Estados Unidos dio importantes pasos en la carrera espacial. Con acertadas medidas tributarias mantuvo la tendencia al crecimiento económico. Fue un hábil y carismático político, oportunista, con buen ojo para los golpes de efecto. Los Kennedy proyectaban un brillante glamur en la hasta entonces gris vida de los políticos americanos. El penúltimo jueves de noviembre de 1963, cuando visitaba Dallas, una de tres balas disparadas en su contra le destrozó el cráneo, haciendo saltar por los aires el sueño del llamado “reino de Camelot”.

Un hombre, perseguido por asesinar a un policía, resultó ser quien disparó contra el presidente desde un depósito de libros escolares. Se trataba del exmarine Lee Harvey Oswald, nacido en un hogar disfuncional, su paso por la escuela y los cuerpos militares estuvo salpicado de incidentes violentos y de una relación problemática con las armas. Como tantos fracasados en el mundo, se declaraba comunista, aunque su formación ideológica era caótica. Tras salir de la Marina se fue a vivir a la Unión Soviética y se casó con una mujer bielorrusa. No se adaptó al comunismo real y volvió a su país. Pocos meses después trató de volver al imperio ruso, incluso viajó a México a pedir una visa para Cuba. Dos días después del magnicidio, un oscuro rufián lo asesinó cuando lo sacaban custodiado de una comisaría.

Las investigaciones determinaron que Oswald fue un clásico “lobo solitario” que, en su delirio psicótico, exacerbado por la ideología marxista, actuó por su cuenta en el crimen. Se trabajó mucho sobre la posibilidad de que haya habido otro tirador, pero ninguna prueba concluyente avala esta posibilidad. Se habla de una “conspiración”, sin que nadie haya podido mencionar con evidencias a las personas o entidades que estuvieron detrás del asesinato. Unos dicen que la mafia, otros que la CIA o el mismísimo FBI, sin olvidar las acusaciones casi personales contra Jrushchov o Fidel Castro. La versión del autor único sin complicidad está largamente más probada que todas las alternativas propuestas. Sin embargo, como en tantas situaciones similares, se mantiene pertinaz la “teoría de la conspiración”, al punto de que la mayoría de la población norteamericana cree en ella. ¿Por qué tanta gente tiene la morbosa tendencia a pensar siempre “algo me están ocultando? (O)