El correísmo califica de lawfare a cualquier acto judicial que afecte a sus dirigentes o a uno de sus borregos, pero tiene la mirada bizca cuando alguno de sus impresentables amigos amaña las leyes para perseguir a sus opositores. Condenan a fiscales y jueces argentinos que destapan la millonaria corrupción K, pero aplauden el silencio con el que las instancias judiciales venezolanas tapan los negociados de los herederos del chavismo y la manera burda con que esas autoridades cierran cualquier posibilidad de participación electoral abierta y libre. Levantan la voz por las acciones de Israel en Gaza, pero apoyan la invasión de Putin a Ucrania. Los ejemplos sobran, pero más allá de una muestra de hipocresía con respecto a lo que sucede en otros países, deben ser tomados como la evidencia de la manera en que ese grupo político entiende al ordenamiento legal. Es válido y justo cuando ampara sus intereses y acosa a opositores, pero nefasto cuando protege derechos universales.

La semana pasada dieron un paso en esa dirección cuando impulsaron en la Asamblea la reforma del Código Orgánico Integral Penal (COIP). Amparados en la innegable necesidad de actualizar ese cuerpo jurídico, incluyeron disposiciones que tenían como objetivo anular las sanciones que pesan sobre su líder y varios de sus exfuncionarios. Sin coherencia alguna con la soberanía nacional que pregonaban cuando controlaban el poder, ahora claman por actores externos que puedan revertir una sentencia expedida por las cortes ecuatorianas. No aludían exclusivamente a los organismos creados al amparo de tratados internacionales y/o que están bajo la tutela de organismos supranacionales, sino a cualquier comité externo que se autodefina como defensor de los derechos humanos o garante del debido proceso. Bastaría que se pronuncie una de las centenas de onegés que existen en el mundo occidental (al que ellos aborrecen) para anular un proceso y delincuentes vuelvan a la escena política.

La jugada se les frustró por el momento, pero se mantendrán en ella. Esta fue solo una pieza más de la maquinaria que está en marcha y que no se detendrá hasta conseguir el objetivo: el retorno del líder y la limpieza de los antecedentes de sus acompañantes. Dos derrotas consecutivas en las elecciones presidenciales ponen urgencia en los esfuerzos por traerlo de vuelta con todo su cortejo. Sin él en la papeleta (o al menos en la campaña), el triunfo seguirá siendo esquivo. Más si con el paso del tiempo va envejeciendo el carisma y se va produciendo el abandono de las propias filas por parte de quienes ven sacrificadas sus carreras políticas. Por ello, sería ingenuo suponer que abandonarán las maniobras judiciales, los nombramientos de las máximas autoridades de ese ámbito, el juicio a la fiscal general y la instrumentación de juececillos de segundo orden para las acciones más burdas.

Es tan evidente esa realidad que resulta inconcebible que los otros partidos integrantes de la comisión legislativa que aprobó sin reparos el proyecto de reformas no hayan sopesado las consecuencias. Si bien a la mayoría de ellos nunca les ha preocupado la erosión del Estado de derecho, por lo menos debieron alarmarse por su propio futuro político. Al parecer, ignoran que el modelo es la Venezuela de Nicolás Maduro, con la justicia como instrumento de exclusión. (O)