El historial de emplazamientos entre el cuento y la novela es uno de los enigmas discretos y recurrentes de la literatura. Aunque ambas formas están nutridas del arte de narrar, aunque la novela sea, a fin de cuentas, una estricta constelación de cuentos distribuidos en jerarquía funcional, y, sobre todo, aunque los cuentos bastan para abrir un mundo que podría continuar después de que el conflicto inicial se haya agotado, parece que a pesar de esa convergencia, cada uno va por su lado y hace su propia vida. En tiempos de vanidad de la novela por ventas desmesuradas, el cuento y los cuentistas se retiran a sus cuarteles de invierno con la certeza y el orgullo de que ellos no incurren jamás en el mal gusto del éxito. Hermanados con los poetas, contemplan con horror que en la escala de valores literarios ocupe el primer plano la repercusión mediática por tirajes, traducciones, participación en festivales, pero sobre todo la aplanada y uniforme manera de consensuar una calidad supuestamente indiscutible que nunca se explica con claridad ni de manera suficiente. Cuando se llega a este punto, se cae en el error de suponer que todos los novelistas escriben de la misma manera, sin distinción ninguna, y se recurre a la muletilla canónica de que Borges, el gran prosista del siglo XX, nunca escribió ninguna novela, y tampoco lo hizo Shakespeare. Instalado en una calma provisional, el cuentista vuelve a sacar a la luz una tradición que bien puede centrarse en las maravillas descomunales de las Mil y una noches, las intensas jornadas del Decamerón o los Cuentos de Canterbury, por no hablar de los ejércitos de cuentistas que –de Flannery O’Connor a Augusto Monterroso– trabajaron contra viento y mercado.

Pero en tiempos de imaginación precaria, cuando cualquier anécdota quiere pasar por un cuento y el lenguaje se vuelve operativo como el de una crónica simple creyendo que el relato, como el papel, aguanta todo, resulta que la novela se repliega también en sus cuarteles y se lame las heridas de gran novela incomprendida al borde de la desaparición, verdadero monstruo desafiante donde entran todos los lenguajes, todas las historias, todas las voces, como si la vida estuviera a punto de acabarse y solo quedara esa última oportunidad para canalizar los ríos visibles y subterráneos de un tiempo y un espacio. Esa gran paciencia de la novela que posterga la gratificación instantánea de la ocurrencia, de lo que salta porque sí, para apostar por la larga duración de escritura que se somete siempre a prueba a sí misma, más que resolver rápidamente una historia sorpresiva y de impacto, busca descubrir lo auténtico y de fondo que podría contar.

Haruki Murakami, que deambula en las dos orillas narrativas, ha contado que vuelve al cuento con la sensación de estar en un jardín, y que los bosques son prerrogativa de la novela. La imagen es proporcionada, veraz. Pero me interesa la anomalía. Como la del cuento atribuido a Hans Christian Andersen sobre las semillas mágicas que luego de sembrarlas –digamos que en un jardín– crecen salvajemente y se elevan al cielo hasta perderse entre las nubes. Así permiten al personaje del cuento subir hasta un castillo donde hay un tesoro vigilado por una gigante. También es conocida la historia de otra semilla mágica que iba a ser un cuento y se convirtió en el Quijote. Cervantes nunca sospechó que el cuento previsto era una novela imprevista.

Cuando empecé a escribir ficciones, poco antes de los 20 años, anotaba a toda prisa en una libreta historias de las novelas que iba a trabajar. No me daría una vida para terminarlas. Hasta que una tarde descubrí que lo que yo supuse novelas, eran cuentos. Con el tiempo, paradójicamente, las ventajas de la brevedad fueron un problema. ¿Por qué debía abandonar a un personaje que me agradaba? ¿Por qué me prohibía seguir recorriendo los lugares que el cuento me permitió perfilar y que resultaban enigmáticos? Esas despedidas de lo breve me llevaron a una exploración mayor, al punto de decirles a los protagonistas del conflicto del cuento original: “Sigan sin mí. Yo me quedo”.

Esto tuvo un precio. Los cuentos me abandonaron. Era casi como si temieran que, de caer en mis manos, yo me sumergiría en ellos y no saldría hasta convertir la casualidad de su aparición en una vida resumida. Esta experiencia me ha permitido entender lo que a primera vista parecería una definición sarcástica sobre la novela, la de Ambrose Bierce en su Diccionario del diablo, cuando dice que se trata de un “cuento inflado”. Sí, lo es, pero debe inflarse por necesidad y ver hasta dónde resiste el cuento. Una vez inflado a la manera de un globo aerostático, es posible alzarse por todo lo alto y abarcar de un vistazo un panorama inaudito al que no habría tenido la menor posibilidad de descubrirlo. Y, sin embargo, incluso novelas enormes pueden quedar resumidas al final como si hubieran sido cuentos. Diría más: casi poemas. Lo cierto es que lo que nos queda de una novela luego de mucho tiempo de haberla leído es una imagen o una línea. Es ahí que el cuento fundamental sigue operando como la base del texto inflado de Bierce. Basta con recordar esa imagen o recorrer una y otra vez las líneas conclusivas que parecen sellar el mundo narrado y dan un golpe de gong para la eternidad, cuando dicen algunas de mis novelas preferidas: “Entre la pena y la nada, elijo la pena” (Las palmeras salvajes, Faulkner) o “hay que seguir, voy a seguir” (El innombrable, Samuel Beckett) o también “El fin no es ningún proceso. Claro del bosque” (Corrección, Thomas Bernhard) o incluso “Está bailando, bailando. Dice que nunca morirá” (Meridiano de sangre, Cormac McCarthy) y, sobre todo, cuando dice como si se exhalara la vida: “Bueno, ya está, he tenido mi visión” (Al faro, Virginia Woolf). (O)