No se ha reflexionado lo suficiente para entender la descomposición que atraviesa la democracia ecuatoriana y su sistema de justicia, en la crisis que atraviesa la abogacía. Se trata de una crisis estructural y pavorosa. En los más escandalosos casos de corrupción hay abogados como protagonistas. Incluso son los grandes estrategas de los fraudes a la constitución y de los obstáculos que permanentemente impiden el funcionamiento de las instituciones. De un tiempo a esta parte, gran parte de las universidades del país se han dedicado a la formación de tinterillos, no de juristas.

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En buena medida, los abogados ecuatorianos se han vuelto una raza exuberante: se envuelven en pomposos ternos de colores chillones, joyas, gafas portentosas para verse más inteligentes y gel a mansalva para que, al menos sus cabelleras, brillen. Ni hablar de sus autos, cuestión en la que el tamaño importa y mucho. Muchos no se avergüenzan de ofrecer a los clientes el triunfo absoluto en el caso, a cambio de grandes cantidades de dinero, que incluye la cuota para una justicia corrompida. Aspiran, generalmente, a una sofisticación chabacana que les haga ver muy masculinos, al puro estilo de Pasión de gavilanes.

Quizá habría una esperanza si las universidades se comprometen, de verdad, a formar juristas y a contratar profesores que lo sean.

Buscan la manera –y casi siempre la encuentran– de que alguna universidad los contrate para poner en sus hojas de vida: Catedrático Universitario. Siempre con mayúsculas. Sin embargo, no tienen ningún empeño en la enseñanza del Derecho ni en la responsabilidad de acompañar a futuros abogados en un proceso de aprendizaje crítico. No consideran que la educación sea un proceso transformador.

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Las universidades tienen una responsabilidad inmensa en esta crisis, no solo por el afán de volver a la carrera más comercial, fácil y corta, sino por orientar utilitariamente los programas de estudios a resolver trámites exitosamente. Como si un abogado fuera solo un tramitador. Esta crisis tiene que ver con que, por medio de títulos universitarios que se cuelgan en la pared extravagantemente, el país recibe cientos de miles de tinterillos cada año. Muy pocos juristas. Un jurista es alguien con herramientas éticas y racionales para pensar el derecho y la justicia.

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Las asignaturas que transmiten los principios del derecho desaparecen lentamente. El derecho romano es casi inexistente en la mayoría de las universidades. Todas apuntan a formar abogados litigantes, societarios o empresariales. Muy pocas a la formación de futuros jueces y servidores judiciales, quizá porque no es rentable aspirar al desprestigio al que malos abogados han llevado al ejercicio jurisdiccional. De hecho, no hay carrera judicial, no hay concurso de jueces en el que se pueda confiar, ni procesos disciplinarios serios para los casos de abuso del derecho. Desgraciadamente, será difícil una solución al corto plazo. Quizá habría una esperanza si las universidades se comprometen, de verdad, a formar juristas y a contratar profesores que lo sean. Además, resulta urgente establecer una verdadera habilitación para obtener el carné del Foro, ya que en la actualidad es equivalente a encontrarlo en una cajita de cereales. (O)