Poco tiempo duró el consenso político y social que aparentemente se produjo a raíz de los hechos de la semana antepasada. El desacuerdo surgió frente a la propuesta de elevar en tres puntos porcentuales el impuesto al valor agregado que, por disposición constitucional, requiere de la aprobación de la Asamblea. Ninguna de las bancadas, con excepción de la gubernamental, está dispuesta a compartir el costo político que tiene esa decisión. Pero, esos mismos grupos deberían considerar que la oposición al alza también tiene un costo político. Por un lado, ellos quedarán como los obstaculizadores de la recaudación de recursos necesarios para superar parcialmente el déficit fiscal, e incluso podrían ser acusados de hacerle el juego al narcotráfico. Por otro lado, negar ese incremento perjudicará también al Gobierno que se elegirá dentro de un año y que cada uno de ellos pretende que sea el suyo. Finalmente, lo más probable es que se apruebe la elevación, pero solamente por un tiempo limitado, como si la economía nacional pudiera recuperarse en el corto plazo y el flagelo del narcotráfico tuviera fecha de caducidad.

Cuanto antes, ahora

En realidad, el debate tiene una dimensión económica, social y política mucho más amplia que va más allá del tema recaudatorio. En primer lugar, sorprende que el Gobierno haya reducido su propuesta exclusivamente a este asunto, cuando la necesidad de financiamiento debió llevarle a abarcar otros temas. En una situación como la actual no se trata de apostar por medidas que requieren plazos largos –especialmente en una sociedad invadida por la corrupción–, como la eliminación de la evasión tributaria, o que son inconstitucionales, como la reversión de lo aprobado en la consulta sobre el Yasuní. Por el contrario, la focalización del subsidio a los combustibles está al alcance de su firma, no necesita pasar por la Asamblea y sus resultados serían inmediatos. Ni siquiera tendría que enfrentar el estallido de Iza, ya que este está impedido de actuar como acostumbra debido a la vigencia del estado de excepción y a la calificación de conflicto interno. Obviamente, tendría un costo político, pero sería revertido en muy corto plazo por el efecto económico positivo que produciría.

La tormenta pasará

En segundo lugar, aunque no debe llamar la atención la pobreza de argumentos de las bancadas legislativas, sí sorprende que no sean capaces de entender el momento que vive el país. No comprendieron que los hechos de la semana antepasada marcaron un quiebre en el fenómeno del narcotráfico. Este dejó de ser un problema de bandas que se disputan espacios y demostró la presencia brutal de un actor consolidado que se enfrenta al Estado (no solamente al Gobierno). Tampoco entendieron que la debilidad del Gobierno afecta al conjunto del país y por tanto requiere de la actitud madura del resto de actores. En síntesis, no tomaron conciencia de su propio papel en la definición de soluciones y, como ha sido su práctica reiterada, optaron por las propuestas insuficientes e ineficaces.

Esos hechos, agravados por el asesinato del fiscal César Suárez, alimentan el pesimismo que inunda a la sociedad. Es mejor ni pensar en lo que sucederá cuando concluya el estado de excepción. (O)