Papá se negó a comprarme el sombrerito de esponja que tenía una ridícula serpentina que sonaba como un cacareo, se inflaba y se levantaba al soplar por un pitillo que llegaba hasta la boca. Era verde, costaba 8 sucres y de él dependían mi felicidad, mi futuro y mi vida entera.

Mi bemba de inconformidad estaba a punto de toparme el ombligo cuando delante mío pasaron los elefantes más enormes y elegantes que a mi edad podía imaginar. Tenía 9 años y estábamos a punto de entrar a la gran carpa del circo Tihany, acampado en algún punto de la ciudad que no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que aquel era un circo elegante, que nosotros estábamos casi tan bien vestidos como los elefantes, pero nunca como los trapecistas de trajes brillantes, el mago con su impecable frac y sombrero de copa, y los caniches que bailaban ballet envueltos en tules de tonos pastel. Los payasos de enormes zapatos, que yo veía por primera vez, no llevaban el tradicional chorizo, sino que también hacían magia y sacaban de sus bolsillos flores y bombones y palomas y cintas de colores y sueños y risas y vida… El cierre del espectáculo fue majestuoso: las aguas danzarinas se movían al compás del Danubio azul. (El vals que irremediablemente bailaría yo años más tarde con mis hijas, cada vez que entrábamos en una piscina).

Los circos a los que había ido anteriormente eran unos pobres circos con las carpas rotas, parchadas, con los payasos más fachosos y desteñidos de la historia del circo, con unos pobres elefantes famélicos y viejos que no podían disimular su tristeza. Circos sin caniches elegantes, con un pobre mago al que el desgastado frac le quedaba apretado y cuyos trucos eran fácilmente descubiertos. Obviamente sin aguas danzarinas ni glamur, ni gracia, ni ilusión. Unos pobres circos.

Durante la semana pasada, en aquel punto de la ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme, tuvo lugar un enorme circo. Un circo lleno de elefantes en cristalería, de perros pequineses amaestrados para bailar al son de la sinrazón. Elefantes capaces de atropellar los cristales de la democracia, de reinventar la chabacanería y el absurdo.

A los magos y magas fachosos y fachosas se les vieron las costuras, les quedó grande el puesto y gigantesca su ignorancia. Nada les calzó, reconocimos sus trucos y los espectadores sentimos vergüenza.

Al parecer la culpa de todo este fracasado espectáculo fue del administrador del circo. Alguien debió asesorarle el momento de elegir este numerosísimo elenco. No entiendo cómo ni por qué tomó la decisión de incluir en el show a tanto payaso. Un par o dos habría estado bien, pero hubo tantos que no fueron capaces de hacer un buen chiste, un truco nuevo, algo ingenioso. No sé ustedes, pero yo, durante la sesión, estuve en vilo, no me reí ni una sola vez, solo tuve ganas de llorar, y lloré. Lloré de rabia, de indignación e impotencia al percatarme del costo brutal que pagamos por un espectáculo tan mediocre.

Y claro, como decía la abuela, lo que mal empieza mal acaba. No hubo aguas danzarinas, ni glamur, ni gracia, ni ilusión. Fue un pobre circo. Un pobre y vergonzoso circo de fieras. (O)