El ejercicio de la fuerza legítima que busca garantizar el cumplimiento de las normas de convivencia es atributo exclusivo del derecho, construcción suprema de la civilización que considera –por definición– la realidad y los valores que discursivamente sostienen a las sociedades, que pasan de ser criterios intelectuales sobre el deber ser de las formas de organización social a normas de cumplimiento forzoso, para todos. El derecho se diferencia de las otras normas que regulan la conducta, porque es producto de la voluntad de toda la gente que, a través del sistema democrático, determina los comportamientos que se permiten, prohíben o exigen, todo esto con el respaldo de la fuerza organizada y legítima. Esta característica, la coacción, es asumida como necesaria por toda la humanidad porque se acepta que sin ella la voluntad individual del más fuerte, asocial, inteligente o poderoso, se impondría.

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Por eso quienes, en el nombre de todos, en sistemas democráticos construyen la normativa jurídica, están obligados a considerar las necesidades generales, llevando a constituciones, leyes, ordenanzas, reglamentos y en general a toda forma jurídico-administrativa, lo esencial para garantizar la adecuada convivencia en el marco de la búsqueda permanente de equidad, bien común y justicia.

Por otro lado, la vida es el bien jurídico superior, tanto para el derecho internacional como para los nacionales. El cuidado de la vida en todas sus manifestaciones es el principal fundamento del derecho y al mismo tiempo su objetivo mayor. De ahí que, y ya en el escenario de la movilidad o tránsito vehicular en ciudades y en rutas nacionales, la salvaguarda de la vida de conductores, peatones y ciudadanos es una exigencia moral que debe sustentar la normativa jurídica, llamada a protegerla y cuidarla.

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Estamos definidos en calles, avenidas y carreteras por conductores prepotentes, irresponsables y desafiantes...

Sí, preservarla de quienes conducen intoxicados, no respetan señales de tránsito, hablan por celulares, agreden a otros conductores y a todo ciudadano que se interpone en su camino de incivilidad y agresiva prepotencia al volante. La normativa jurídica, aquella que se ampara en el uso legítimo de la fuerza, está obligada a hacer lo necesario para que la mayoría de la población, la que conduce bien, acata las normas de tránsito y cuida del bienestar de los otros cuando maneja un automotor, esté protegida, porque la norma es respetada ya sea por convicción o por temor a la sanción obligatoria.

Si fuésemos una sociedad con mejores niveles de civismo, las reglas de tránsito serían un marco referencial conocido y respetado, pero no tenemos esas condiciones. Por el contrario, nos falta mucho para estar bien y proyectarnos bien. Estamos definidos en calles, avenidas y carreteras por conductores prepotentes, irresponsables y desafiantes, a quienes la vida de los otros no les importa nada.

Por eso, es necesario que la fuerza legítima del derecho esté presente y se ejerza. Los radares que verifican el comportamiento de conductores y viabilizan sanciones cuando incurrimos en faltas preestablecidas son indispensables porque cuidan la vida de todos quienes, sin ellos, están aún más indefensos frente a los alevosos transgresores. (O)