Se vio nacer, crecer, encumbrarse y morir grandes civilizaciones, Egipto, Mesopotamia, Grecia... A principios de la Edad Media ya había plena conciencia de que estas notables sociedades habían experimentado un ciclo de vida análogo al de un ser vivo o una persona. Para el siglo XX estaba claro el concepto de Occidente, que abarca el Viejo Continente y los países en otros espacios, como América y Oceanía, que comparten una cosmovisión enraizada en la herencia griega y judía. Tras la derrota de las dictaduras en la II Guerra Mundial, tal comunidad comienza a conformarse como un eje que considera que sus valores específicos, como los derechos humanos, la racionalidad científica, la organización republicana, la economía empresarial y otros afines son condiciones insoslayables de la legitimidad de sus instituciones.

Occidente se convirtió en la civilización más rica, desarrollada y poderosa que ha existido, justamente por la aplicación de esos valores. Cuando sociedades de otra matriz aproximan su situación en algún campo es porque han copiado elementos occidentales. Pero, mucho antes de llegar al esplendor de estas gloriosas décadas, una duda asaltaba a pensadores, filósofos y artistas, ¿no estará nuestra cultura avocada a colapsar como ocurrió con otras a lo largo de la historia? Si consideramos que todo ser existente, desde un átomo hasta las galaxias y el propio universo, están condenadas a la desaparición, lógico es pensar que Occidente se derrumbará un día.

Pero nuestra sociedad ha tomado consciencia de esa perecibilidad e intentará postergarla. Sin embargo, en la propia cultura existirían genes que la carcomen. Curiosamente, esa polilla parece brotar justamente de valores que engrandecieron a nuestra civilización. Pasa así con el respeto a los derechos humanos, como la libertad de conciencia, que nos lleva a no admitir discriminación con motivos religiosos. Esto ha permitido la infiltración demográfica de poblaciones cuyo propósito declarado es la destrucción de nuestra forma de vida. Y hablo concretamente del islamismo, que está pasando de los atentados terroristas solitarios, a la acción política paralegal y masiva. En cualquier momento la novela Sumisión de Michel Houellebecq se transformará en horrible realidad y tendremos potencias occidentales gobernadas por islamistas. Por otro lado, el libre comercio y el legítimo afán de hacer dinero son componentes esenciales del capitalismo, que ha generado la asombrosa prosperidad occidental. Sin embargo, no lo constituyen todo, la civilización es más que economía y en nombre de las libertades económicas, no puede exponerse la estructura que genera todas las libertades. Por eso es entendible y legítimo que se suspenda la posibilidad de hacer negocios con las dictaduras autocráticas, que constituyen una colosal amenaza para nuestra forma de pensar y de vivir. Pero siempre aparecen hombres de negocios dispuestos a hacer dinero vendiendo a los tiranos productos y tecnologías cuyos Estados mastodónticos son incapaces de producir. Ellos y los ulemas islámicos son los que más chillan cuando se limitan las que dicen son “sus” libertades. Hacerles caso nos llevará al abismo. (O)