En 1937 se produjo una historia relativamente parecida a la que implicó, en 2023, al escritor Roald Dahl, en el episodio de intervención y censura de sus textos en las nuevas ediciones que llevaría Puffin books, un sello que forma parte del grupo editorial Penguin. En este caso mediaba también Netflix, que adquirió las obras de Dahl. No se proyectarían versiones cinematográficas o series con ese lenguaje desenfadado del autor de Matilda o Charlie y la fábrica de chocolate. El episodio no me parecía nada nuevo. Decía que en 1937 ocurrió algo parecido desde otra perspectiva: Walt Disney realizó el primer largometraje animado basándose en el cuento de Blancanieves y los siete enanitos. Una especialista de Harvard en literaturas antiguas y folklore, la profesora María Tatar, declaró que “Los folcloristas odiamos a Disney”, y lo hizo en minucioso documental de… Netflix. El documental se titula “Cuentos de hadas” y se estrenó en 2021. La explicación de Tatar en el documental es que Disney creó una versión estándar, endulzada, de un cuento que tiene muchas lecturas complejas y oscuras como en su versión original alemana recopilada por los hermanos Grimm en el siglo XIX, ocultando además las distintas variantes locales de la historia. El propósito de Disney se cumplió: el cuento pasó a convertirse en una versión para niños. Pero la historia no termina ahí, como informa el documental. Los hermanos Grimm, cuando publicaron su libro Cuentos de la infancia y del hogar en 1812, incluyeron el cuento sobre Rapunzel, la chica de pelo largo encerrada en una torre por la bruja Gothel. En la versión original, un príncipe sube gracias al pelo de Rapunzel y queda embarazada de dos gemelos por lo que la bruja los expulsa. La crítica fue furibunda y los hermanos Grimm decidieron suavizar la historia de manera que en las siguientes ediciones ya no hay embarazo. Hasta aquí el documental de Netflix, la poseedora de los derechos de las obras de Dahl.

Sería absurdo satanizar a esta plataforma de series (muy buenas) y películas (cada vez peores). Quisiera señalar algo distinto. El problema ni siquiera se origina en Walt Disney, que se llevaría el premio por lo políticamente correcto, donde ya se cuentan con historias ambientadas en tópicos latinoamericanos como Coco (México), Las locuras del emperador (Perú), Encanto (Colombia) o Río (Brasil), o en las que hay una sororidad ñoña como ocurre en Frozen. El asunto viene incluso desde antes del siglo de los hermanos Grimm. Es la historia misma de la literatura. Los manuscritos o los textos siempre están sometidos a un vaivén de censuras, amputaciones, destrucciones, desapariciones, e incluso levísimos descuidos de copistas medievales o editores apresurados. Es parte inherente a la escritura. De ahí precisamente surgen las exigencias y los placeres de la crítica literaria, de la filología y de la ecdótica, esa disciplina encargada de restituir en el proceso de edición un texto en sus condiciones originales. A veces pasan décadas o siglos, y estos investigadores de pronto se horrorizan pero también se entusiasman ante los descuidos reveladores de lo que fue un texto manipulado. Hay siglos enteros de estudiosos de los clásicos griegos y latinos que siguen descubriendo imprecisiones y errores inverosímiles, y los seguirá habiendo. Y más sutil todavía: las minuciosas estrategias de escritores y escritoras que tuvieron que publicar en períodos de gran censura de tal manera que sus textos disimulan mensajes complejos con apariencias inofensivas o fingen declaraciones que calman a los censores. Esta historia de la censura, sea que venga de los libros prohibidos del Index librorum prohibitorum de la Iglesia Católica, de los teólogos musulmanes o de los gobiernos totalitarios, está largamente escrita.

De manera que el problema, en realidad, no va por el lado de lamentarse por esas manipulaciones editoriales o textuales, incluso en la que inciden los (malos) traductores. A pesar de esas distorsiones, los textos de prosa, sean cuentos o novelas, resisten mal que bien ese trasvase, lo que no ocurre con la poesía. Modificar una palabra en un poema de Góngora, Celan, César Vallejo o Elizabeth Bishop es alterarlo y destruir su exactitud, su ritmo y su sentido. No significa que esto no ocurra en la novela o el cuento, sino que ocurre de una manera diferente. Y en esto sí incide el problema de la censura, de la corrección política, de la cancelación o de ese eufemismo de los “sensitive readers” (lectores sensibles) que son los que median para evaluar si un texto puede herir sensibilidades. Esta función debería corresponder a un editor brillante y talentoso, lo que es un indicio de la crisis de los editores si hay que recurrir a “sensitive readers”. Digo que incide porque el conflicto profundo de la censura frontal o solapada no radica en los textos visiblemente manipulados, sino en los invisiblemente no nacidos. Me refiero a la disposición que anula en los escritores y escritoras el nacimiento de un escrito que requeriría de ciertas palabras para expresar toda la naturaleza de su historia. Es decir, el problema grave es la autocensura. Se podría argumentar que hoy en día las redes sociales, Twitter en especial, han deslenguado a mucha gente con el pretexto de ser los ángeles redentores del oprimido de turno, aplicando a veces tanta violencia como la que sufren sus desagraviados. Pero es distinto cuando se pasa a formatos más complejos y sostenidos. En cualquier caso, es en la mente del escritor, en el impulso verbal de su prosa o en esa zona de misterio que no quiero llamar inspiración, donde el condicionante de un veto temido, no necesariamente real, rompe el delicado hilo de la narración, esa música invisible llamada sintaxis. Nadie dijo que la literatura sería una cama confortable o un cuento para niños. Y esto no significa que la mejor escritura sea la procaz, grosera o violenta. Es lo contrario. Más bien es aquella que fluye sin buscar el qué dirán. Como escribía Roald Dahl, por cierto. (O)