La vida colectiva se puede construir de dos maneras.

Uno, con base en un sistema autoritario/centralizado; alguien, o un grupo, toma decisiones a nombre de todos porque cree tener (¿le han otorgado?, ¿se lo ha tomado?) la sabiduría para entender mejor las necesidades de todos, estos esquemas generalmente terminan mal en lo económico y social (la calidad de vida no avanza más allá de un cierto punto) y en lo político (represión a quien piensa diferente). Dos, un sistema abierto en el que se delegan decisiones a los que han sido electos como representantes, pero la sociedad sigue siendo deliberante (no ha cedido sino una parte de sus derechos y atribuciones) y eso debe asumirlo, ¿cómo?, con la capacidad de ponerse de acuerdo en temas fundamentales, lo que solo se logra a través de un ejercicio complejo: el diálogo. ¿Dónde estamos en Ecuador? Quizás entre los dos, porque apreciamos lo segundo (democracia), pero muchas veces añoramos lo primero (el líder autoritario).

El fracaso del discurso

La simplificación

¿Dialogar? No se trata solo de hablar, sino mucho más: inicialmente tener la capacidad de reunirse entre los que piensan diferente (primer paso, no fácil, humildad), luego escuchar intentando entender por qué unos y otros piensan diferente y finalmente juntar opiniones para llegar a un resultado, no perfecto, pero sí razonable. “Una buena negociación es cuando ninguna de las partes está satisfecha, pero el resultado es aceptable para todos”. Difícil. Pero cuando se trata de temas de sociedad, más amplios, hay que agregar dos cosas más: ¿dónde están los espacios de encuentro que permiten dialogar?, ¿quiénes dialogan? Uno de los grandes problemas en Ecuador es que no estamos dispuestos a dialogar (encontrarnos), no tenemos espacios para eso y de cierta manera los que pueden dialogar no lo asumen (las élites en el sentido amplio, todos lo que pueden expresarse a nombre de un grupo, desde ciertos periodistas hasta el presidente de un gremio de taxistas). Por eso dejamos en el aire una cantidad de temas esenciales, desde la reforma laboral hasta el sistema de pensiones, y tanto más. Y muchas veces no nos ponemos de acuerdo ni siquiera en las cifras que son básicas para el diálogo.

Por un pacto ético

¿Por qué nuestra incapacidad de dialogar? Hay muchas razones, todas ligadas a lo que diríamos “así es nuestra cultura”, que termina siendo un mal pretexto porque los defectos de la cultura deben poder superarse. Uno, simplemente no nos interesa, no vemos su valor. Dos, para algunos la soberbia de creerse por encima de los demás. Tres, la distancia entre grupos sociales: no estamos en el mismo andarivel ni siquiera para encontrarnos, peor para dialogar. Cuatro, los intereses ocultos, con el diálogo se pueden perder privilegios, poderes o ventajas económicas. Cinco, la ideología muy necesaria pero mal entendida: “yo soy de tal tendencia, tú de tal otra, no puedo ceder ante tus pretensiones”, cuando mantener las convicciones no debe impedir los acuerdos. Seis, lo que me permito llamar la “virginidad”: yo no me junto con tal o cual porque “son malos”. Siete, la tentación casi de entrada en nuestros temas colectivos: poner etiquetas, descalificar, situarse cada uno en su esquina y no moverse de ahí.

Y habrá más razones, sin duda… ¿Podemos superarlo? (O)