La vida es el objetivo de toda criatura. En el mundo natural, los animales, insectos y plantas apuntan irremisiblemente a su propia supervivencia y para ello han desarrollado –siempre lo hacen– formas instintivas para adaptarse a diferentes entornos.

Los seres humanos también tenemos ese objetivo y para alcanzarlo, además de lo instintivo que igualmente es nuestro, contamos con una serie de atributos, entre los cuales se encuentra la capacidad de pensar y de concebir formas sostenibles de vida personal y social. La ética se encuentra en este nivel, pues es una suerte de propuesta de comportamientos adecuados que permiten cuidar la vida en sus diversas formas.

Esas conductas, consideradas como correctas porque contribuyen con la sostenibilidad, se derivan de principios que reconocen la igualdad de las personas, plantean que la solidaridad y la cooperación deben ser ejes transversales de la convivencia, condenan la violencia, proscriben la discriminación, proclaman la equidad, defienden la justicia y otros ideales de esta índole; y se encuentran descritas en textos religiosos, filosóficos o políticos y han sido reconocidas en la normativa del derecho internacional público.

Esos principios forman parte de la utopía humanista forjada históricamente, que no es una banalidad propia de ilusos soñadores, sino que representa la forma más eficaz para preservar la vida y permitir que se proyecte en el tiempo. La utopía es la eficiencia en su esencia más pura. Lamentablemente, así lo entienden solamente los filósofos, pensadores y la mayoría de la gente buena en el mundo. Lo comprenden menos, no lo comprenden o no pueden hacer mucho para que la utopía sea su real objetivo, la mayoría de los tomadores de decisiones ya sea del sector privado o público.

Sin embargo, aquellos sí defienden a la utopía propia como fundamento de su accionar, que en esos ámbitos toma el nombre de visión, principios y valores. La utopía empresarial es el motor y fundamento de su accionar, no así la global que no recibe de ellos el mismo reconocimiento, siendo en la práctica colocada en un lugar secundario frente a sus intereses particulares. Los grandes grupos que no cambian su forma de producción o los individuos que no comprenden las responsabilidades que se derivan de su interdependencia con los otros y con el ambiente, actúan al margen del anhelo colectivo y se imponen para salvaguardar sus intereses. Esto tiene que cambiar ahora. Todos debemos actuar para que la utopía humanista sea la que inspire la generación de riqueza, producción, avance científico o uso de tecnología.

Pensemos por un momento en la posibilidad de que, en el interior de una corporación u organización, cualquiera de sus direcciones, departamentos o secciones quiera funcionar de acuerdo a sus propios principios y valores, construyendo una visión que contradiga a la del grupo. Nadie lo permitiría. Si así se piensa en el ámbito organizacional privado o público, esa misma lógica legitima la vigencia global del ideal humanista.

La voluntad permanente de poner en práctica la utopía es la forma más eficiente de cuidar la vida y garantizar su proyección. (O)