El 10 de agosto del próximo año se cumplirán 45 años del inicio del periodo democrático. Ese día asumió Jaime Roldós como presidente de la República y se instaló la que en ese momento y por muy poco tiempo más se denominó Cámara Nacional de Representantes. Previamente, en enero del año 1978 se realizó el referendo en que se aprobó la Constitución y en abril del mismo año tuvo lugar la primera vuelta presidencial. Las argucias y jugarretas de un sector del gobierno militar (que incluyeron el asesinato del excandidato presidencial Abdón Calderón Muñoz) fracasaron en sus intentos de detener el proceso, pero lograron alargarlo tanto que la segunda vuelta se realizó nueve meses después de la primera. A pesar de todos esos avatares, Ecuador se convirtió en precursor latinoamericano, junto a República Dominicana, de lo que después se conocería como la tercera ola de democratización.

En cualquier otro país la fecha que se aproxima sería un motivo no solo para conmemorar, sino para celebrar y sobre todo para hacer un balance detenido de los logros y los errores. En Argentina, que vive episodios más graves que los nuestros (sí, siempre es posible estar peor) la conmemoración de sus cuarenta años de democracia es un tema que forma parte de la agenda política. Así ocurrió también en Chile con los diversos aniversarios del fin de la dictadura y ha sido norma en muchos países del continente. Al contrario, por estos lados parece que la fecha pasará sin más menciones que las notas –seguramente centradas en lo negativo– que aparecerán en lugares secundarios de un par de diarios. Para ese momento estaremos a punto de embarcarnos en una nueva campaña electoral, seguramente buscando la manera de hacerle la vida imposible a Noboa, si él es el triunfador, o viviendo la desdolarización con González si el Consejo Electoral lo decide así.

En... otro país la fecha que se aproxima sería un motivo no solo para conmemorar, sino para celebrar...

Se podría suponer que el escaso interés en ese aniversario está en clara concordancia con la reducción del apoyo al régimen democrático que se refleja en las encuestas que indagan sobre los valores de la ciudadanía. Sin duda, debe haber alguna relación, pero ese desinterés en la democracia parece venir de mucho tiempo atrás, incluso desde el mismo momento de la dificultosa transición. Cabe recordar que hubo partidos, personajes políticos y organizaciones sociales que se sentían muy cómodos con la dictadura militar y bombardeaban los intentos de cambio (que, para hacer justicia, hay que decir que venían de la mano de una parte de los militares capitaneados por el general Richelieu Lavoyer). No satisfechos con eso, desde aquel día de la posesión presidencial unos y otros se dedicaron a denostar al débil régimen recién instaurado. Tanto lo llenaron de adjetivos peyorativos que cuando fueron depuestos tres presidentes solo alguna voz aislada los llamó por su nombre propio, golpes de Estado, mientras la ciudadanía y los políticos que ella había elegido celebraban en las calles y se tomaban por asalto las maltrechas instituciones. En esas condiciones a nadie le extrañó –y a muy pocos molestó– que un personaje vestido con camisas folclóricas y cargado de traumas emocionales copara las instituciones y pregonara que él es el pueblo.

No estaría demás que en medio de los cálculos de la actual campaña le hiciéramos un lugar al aniversario de 2024. Posiblemente nos nacería un extraño sentido de autocrítica. (O)