Al contrario de lo que indica la lógica, el pozo séptico en que se metió parte de la cúpula de la Revolución Ciudadana ha sido una forma de lavar algunos de sus incontables trapos sucios. Sin necesidad de entrar en los asuntos que podrían considerarse personales (aunque se sabe que la vida personal de los personajes públicos es pública), los temas que se han transparentado en las grabaciones son escabrosos e, incluso, algunos pueden configurar delitos. Es una podredumbre que incluye peculado, abuso de posición jerárquica, acoso, violencia de género, intimidación, utilización de cargos públicos para fines partidistas, “piponazgo”, amenazas directas –e indirectas, que son las más temibles–, sospechas mutuas, identificación de enemigos en las propias filas, pérdida del libre albedrío en función de la obediencia ciega al jefe. En fin, absoluta falta de ética. Como dice la sabiduría popular, con amigos así...

Seguramente, muchos de los fieles borregos deben agradecer porque todo este episodio ha postergado o quién sabe si ha dejado de lado definitivamente la autocrítica que corresponde cuando se ha perdido en dos elecciones seguidas. Mucho más necesaria es esa mirada hacia adentro si los triunfadores han sido unos candidatos débiles, sin programas articulados y factibles, sin estructuras organizativas y sin equipos de trabajo. En las escasas explicaciones han predominado las acusaciones a los medios de comunicación, bajo el supuesto absurdo de que los votantes se guían por estos y no por las redes sociales en las que impera el correísmo. Nuevamente acude la sabiduría popular (bíblica en este caso) con la parábola de la paja en el ojo ajeno.

Aquí aplica muy bien la disyuntiva entre derrota o fracaso, que es necesaria hacerla al analizar la política. La derrota se produce por la superioridad del enemigo, mientras el fracaso se deriva de las debilidades propias. Al calificar a los resultados de esas elecciones como derrotas se da por sentado que la estrategia y la fuerza propias eran las adecuadas, pero que el oponente contó con los medios para imponerse. Si se los considera como fracasos, quiere decir que la falla está adentro, que la posición propia era endeble y/o que se cometieron muchos errores.

Las escasas explicaciones proporcionadas por los fieles borregos apuntan a la derrota, ya que así pueden eludir la responsabilidad propia y a la vez mantener el mito del enemigo monstruoso que maneja ingentes recursos y siempre está al acecho. Por el contrario, calificarla como un fracaso obligaría a reconocer incapacidades no solo en el desarrollo de la campaña, sino en asuntos de fondo como el diagnóstico del país y el contenido programático que se desprende de este. Además, entrar en ese campo llevaría ineludiblemente a cuestionar la dependencia con respecto al gerente propietario del proyecto, que es el principal factor del fracaso, pero eso constituiría la mayor herejía que ellos podrían cometer.

Desde la visión externa, es claro que se trató del fracaso originado en las decisiones erradas del único que tiene voz (comenzando por la imposición de la candidata). Es innegable que el correísmo es la primera fuerza electoral, pero no es mayor a la suma de los otros. Es un gigante en Liliput que, como en el cuento, es vencido cuando se juntan los enanos. Y no se juntan por malos, sino por instinto de sobrevivencia. (O)