Hay mucho para escoger si se quiere buscar las causas de la incertidumbre sobre el resultado de la elección que tendremos en dos semanas. Candidatos desconocidos, predominio de la liviandad con sacrificio de las propuestas claras y de asuntos de fondo (para lo que son ideales las redes sociales), candidatos improvisados, en fin, un sinnúmero de factores. Todos estos configuran una campaña vacía que no ofrece incentivos a los electores, mucho menos pistas claras de los objetivos que persiguen los finalistas. Esas y todas las causas que se pueda enumerar se sintetizan en una, la ausencia de partidos políticos. Esta es una enfermedad de la democracia que vienen padeciendo varios países y que en Ecuador se presentó desde fines del siglo pasado.

Entre 1998 y 2002 los cuatro partidos que predominaron desde el inicio del periodo democrático perdieron más de veinte puntos porcentuales y desde ese último año hasta 2006 perdieron treinta puntos adicionales. Los que aparecieron en el intertanto no tuvieron mejor suerte y fueron más efímeros que sus antecesores. Eran los tiempos en que se pedía eufóricamente que se vayan todos. Y, en efecto, se fueron. Pero el escenario no quedó vacío porque pasó a ser ocupado en su totalidad por un solo personaje que repitió incansablemente que él ya no era él, que él era un pueblo. Siendo así, no había de qué preocuparse, el pueblo estaba encarnado y no necesitaba elegir representantes. De esa manera se vivió durante diez años, en los que quienes no querían ser parte del rebaño nada hicieron por construir organizaciones basadas en principios claros y programas sólidos. Ciegos a la realidad, los más ilusos continuaron con la prédica de la pureza de los movimientos sociales y de la ficción de la sociedad civil. Los más prácticos apostaron a la confrontación personal, a la búsqueda del caudillo alternativo. Unos y otros permitieron que la política quedara entrampada en el correísmo-anticorreísmo, sin contenido, mensaje ni propuestas de gobierno.

Estamos a la espera del desempeño personal de los candidatos, de su mayor o menor desenvoltura...

Las expectativas predominantes el viernes –día de la escritura de esta columna– para el debate entre los candidatos a la Presidencia son síntomas que demuestran que esta enfermedad sigue presente con más fuerza que en los 25 años anteriores. Estamos a la espera del desempeño personal de los candidatos, de su mayor o menor desenvoltura, del vestido formal o informal que escojan, la rapidez con que respondan a cada pregunta, en fin, de su capacidad para sortear un concurso televisado sobre asuntos básicos. Largos años nos han acostumbrado a privilegiar esos aspectos sin que se nos ocurra tratar de mirar el trasfondo e indagar sobre las estructuras que los sostienen o, más bien, que deberían sostenerlos. Sabemos que estas no existen, que en uno de los lados la estructura es la voluntad del caudillo y en el otro es el albur del candidato del momento.

En la elección anterior hubo un par de soplos de esperanza con el resurgimiento de Pachakutik y la Izquierda Democrática, pero en ambos casos se hizo evidente que habían hipotecado todo el esfuerzo a los nombres de los candidatos. Con la desafiliación de estos se acabó esa posibilidad. En la actual ni siquiera hubo un intento y los membretes que quieren que les llamen partidos salieron a buscar candidatos y los candidatos a buscar membretes. En eso queda la democracia cuando se van todos. (O)