Vivimos asustados. Cuando conducimos, no bajamos los vidrios de los vehículos porque tenemos miedo de que nos agredan. Tampoco respondemos llamadas telefónicas de números desconocidos porque pueden ser extorsivas. Casi no salimos de casa porque tenemos temor de ataques y robos en nuestra ausencia. Colocamos cámaras de vigilancia para mirar lo que pasa afuera, en la calle, siempre con el corazón en la boca.

El trayecto diario al trabajo es un calvario angustioso por el peligro latente que representa ese espacio ciudadano, conformado por calles y avenidas que reúnen a personas desamparadas y también a delincuentes que mendigan muchas veces, pero también amedrentan y atacan. Porque en cada semáforo hay familias de pobres que piden limosna y pasan el día en los parterres, calentándose al sol o ateridos bajo la lluvia y el frío. Ellos, nuestros semejantes, muchas veces tienen miradas de resentimiento para quienes, al abrigo de sus vehículos, parecen tenerlo todo frente a su evidente desamparo. Algunos mascullan insultos contra todos y contra la vida. Otros, francamente, gritan su odio e impotencia por sus fatales condiciones y por las de los otros que tienen lo que a ellos les falta. Frente a esta compleja situación, estamos impotentes. La política, responsable directa del manejo de la cosa pública, ha fracasado, porque la pobreza crece, la inseguridad campea y el deterioro social avanza cada vez más y nos dibuja como pueblo.

Los ciudadanos comunes nos encerramos en burbujas que quieren ser impermeables, para cuidar de nuestras familias, pero nunca lo logramos porque vivimos en entornos sociales y naturales amplios, de los cuales formamos parte interdependientemente. A veces, desarrollamos sentimientos de comprensión y solidaridad con la tragedia de la pobreza y de la mendicidad, pero también brotan comportamientos de rechazo visceral y agresivo, porque estamos con miedo y desamparados. La política es un propósito fallido, y el cuidado de los ciudadanos por parte del Estado se ha convertido en una entelequia que se transforma en desazón y angustia que también nos marcan como sociedad en estos tiempos aciagos.

(...) los individuos debemos fortalecernos anímicamente para no ceder a la violencia interpersonal y al ataque...

Cuando los ciudadanos nos relacionamos socialmente, en los espacios comunes, calles, avenidas y otros, lo hacemos muchas veces desde la prevención cautelosa, la agresividad a flor de piel o el temor ya enraizado en nuestras almas. Nos atacamos los unos a los otros, porque tenemos miedo, porque estamos a la defensiva y porque hemos perdido la confianza en el sistema y en el otro, que es visto como un probable contradictor al cual debemos atacar y someter.

Nuestra salud mental, como sociedad, es mala. Todos estamos más o menos enfermos en cualquiera de los ámbitos que la conforman: emocional, psicológico o social. Debemos tomar medidas para que el desasosiego y la violencia no se adueñen de nuestras vidas. Los grandes antídotos son políticos y económicos, y son responsabilidad de los Gobiernos. En medio del deterioro, los individuos debemos fortalecernos anímicamente para no ceder a la violencia interpersonal y al ataque como mecanismo de respuesta a la dureza de la realidad cotidiana. (O)