Con el bombardeo al Palacio de la Moneda y el suicidio del presidente Salvador Allende, se puso fin a un intento de establecer el socialismo por la vía democrática y, sobre todo, a una de las democracias más sólidas e incluyentes del continente. Desde ese momento, Chile sufrió la implantación de un régimen de terror que duró diecisiete años y dejó el saldo de más de cuarenta mil víctimas (asesinados, desaparecidos, torturados). Paralelamente, el país que se situaba en los primeros lugares en el acceso a educación y a salud vio deteriorarse esos servicios por la implantación de una política económica basada en el supuesto goteo que debía producir el crecimiento. Al finalizar la dictadura, los gobiernos de la Concertación (una alianza de partidos de centroderecha y centroizquierda) sentaron nuevamente las bases para una democracia firme, redujeron drásticamente los niveles de pobreza, pero no cerraron la brecha de la desigualdad. Mucho menos lo hicieron –no constaba entre sus objetivos– los dos Gobiernos de derecha que se alternaron en el periodo. Finalmente, la izquierda radical llegó al gobierno y, como respuesta, se fortaleció la ultraderecha. Así, al conmemorarse los 50 años del golpe retornan los temores a la instauración de la polarización.

Encapuchados protagonizan disturbios en marcha por los 50 años del golpe militar en Chile

Allende contemplaba incluso la convocatoria a un referendo, su partido se opuso (...) y lo dejó sin piso.

Este aniversario y la tensión política justifican la siempre necesaria revisión histórica. En esa línea, cabe preguntarse por los factores que llevaron a ese desenlace y, sobre todo, por las alternativas que existían en ese momento. Mucho se ha escrito sobre la intervención norteamericana bajo la conducción de Nixon y Kissinger, comprobada por los archivos desclasificados. Eran los años duros de la Guerra Fría y, sin duda, esta fue una de las causas, pero es insuficiente para explicarlo. Varios factores internos configuraron una situación que hacía avizorar un desenlace violento, ya sea una guerra civil o el golpe que finalmente se produjo. La única posibilidad de evitarlo habría sido con un acuerdo entre el partido de gobierno, la Unidad Popular (UP), y la Democracia Cristiana, tradicionalmente situada en la centroderecha. Sin embargo, la desconfianza mutua y, sobre todo, la radicalización de sectores de ambos lados hizo imposible esa solución. Allende contemplaba incluso la convocatoria a un referendo, su partido se opuso tajantemente y lo dejó sin piso.

Chile renacerá después del odio y la mentira

Muchos de los numerosos estudios sobre este caso destacan a la polarización como el factor determinante para el desenlace violento. En un libro publicado este año (Salvador Allende, la izquierda chilena y la Unidad Popular), Daniel Mansuy lo retoma y hace girar su análisis en torno al dilema de si se lo debe entender como un fracaso o como una derrota de la UP. Si hubiera sido lo primero, le cabría la responsabilidad a esa organización política, en tanto que la derrota significaría que esta se vio superada por la mayor fuerza de los opositores y, fundamentalmente, por la alineación de los militares con estos. De cualquier manera, el problema central estuvo en la brecha que se abrió no solo en términos políticos, sino sobre todo sociales. Los cambios en democracia que proponía la UP requerían de un consenso social que no existió en ningún momento, como lo percibió Joan Garcés, uno de los asesores de Allende, en los mismos momentos en que ocurrían los acontecimientos (recogido en su libro Allende y la experiencia chilena). Son enseñanzas para el presente. (O)