Todavía bajo el efecto Maradona, me he puesto a pensar en la muy humana tendencia a levantar por encima de nuestra propia estatura criaturas a quienes les atribuimos los rasgos que nosotros no tenemos. O los que deseamos. O los que consideramos dignos de seres de otra naturaleza.

De los orígenes brotan los dioses. Qué fértiles han sido las mitologías de las culturas ancestrales en concebir deidades utilizando toda la carga magnífica de las fuerzas de su contorno: de las entrañas de la tierra o del mar, de la altura de las montañas o del cielo. Los dioses quichés no necesitaron del barro ni de la madera para crear a su primer hombre, lo hicieron de masa de maíz y lo regaron con su sangre. Una lectura antropológica nos va revelando que las concepciones están ligadas a los productos vegetales, a los climas, a los animales, a los quehaceres primarios de los pueblos. Así, el pasado le puso historia, personajes y paisaje a su imaginación primigenia.

Con la adhesión por las figuras agrandadas viene la admiración. Pero este sentimiento lo producen, más bien, las personas. Los seres de carne y hueso. Los olímpicos están demasiado lejos, esos tal vez se veneran, se idolatran, precisamente porque su superioridad y poderío por mucho que se asienten en el antropomorfismo rompe el vulgar continente de humanidad. Los que nacen y mueren abren el paréntesis de su excepcionalidad frente a los ojos de sus coetáneos y consiguen el prodigio que arrebata el alma, la entrega de una fidelidad a toda prueba.

La idolización tiene un proceso más o menos conocido. Los ídolos atrapan la mirada, se apoderan de nuestros sentidos, habitan en nuestra imaginación. Queremos saberlo todo de ellos. Nos vuelcan en la prensa que los capture, exigen proximidad y frecuencia. La memoria del seguidor va haciendo un álbum mental con sus actos sobresalientes, retiene fechas, enclaves, títulos que los rodean. Y siempre tienen escritores, fotógrafos, camarógrafos y curiosos girando en su torno. Un declarado fetichismo va poblando de chucherías los habitáculos de sus fanáticos: desde autógrafos hasta fotografías, desde un objeto que estuvo en sus manos hasta prendas de vestir.

El idolismo tiene dos caras: el adorado es consciente de ello y alimenta la repercusión de sus pasos y gestos, sabe que en la sociedad de consumo su fama deja secuelas de dinero, en medio de toda clase de privilegios, pero también debe saber que nubes de responsabilidad social dan vueltas sobre su cabeza. “No quiero ser un ejemplo para nadie”, declaran, sin ver que ya no se trata de su voluntad, sino de un efecto de masas que lo invade, le anula la vida privada, sobredimensiona sus opiniones o le pide una reacción específica sobre fenómenos que lo sobrepasan.

Los famosos son datos, titulares de periódicos, imágenes de televisión. Llevan a la cumbre una habilidad, un don natural y la historia los devora si no saben ofrecer a los demás el resultado de su talento, dosificando intimidad y exposición, familia y grupos. Algunos dejan el testimonio de que sin disciplina ni rigor sus destrezas se disuelven en triunfos fugaces. Como mucha de la gloria se consigue en la juventud, la caída en la vejez y la reducción de capacidades suele ser amarga. Solo el paso del tiempo decide si les hace justicia a los ídolos. (O)