La palabra, en su aceptación popular, nos convierte en hombres salaces, rijosos, dedicados a la más aberrante sensualidad. Para muchos, ser libidinoso es lo mismo que ser morboso. En realidad los romanos, al usar la palabra libido, se referían a un anhelo, un capricho. La expresión ad libidinem suam significaba “según su antojo”. De repente, para los mismos latinos, la palabra aludió a una exigencia desordenada, una pasión violenta, un desbarajuste de los principios. El erotismo se volvió procaz, se confundió con una genitalidad exasperada. La concupiscencia hizo suyo el vocablo, le dio ribetes de picardihuela.

Según Sigmund Freud, aquel empuje arranca con la pulsión sexual, termina abarcando toda la vida humana. Esta energía se invierte sin cesar, mejor sería definirla como dinamismo erótico, inevitable encuentro entre el deseo de amar y la obligación de morir. El idioma popular recoge la contradicción al decir me muero de amor, de pena, de tristeza, de vergüenza, de rabia, de las ganas; hasta Teresa de Jesús remata: “Me muero porque no muero”, hermosa definición de un orgasmo.

Hablamos del empuje desbordante que todo lo abarca: el arte, la pasión, la religión, la necesidad de escribir, el sibaritismo, la sexualidad (como gastronomía del cuerpo). Nos emociona beber un vino porque sabemos conmovernos cuando la vid, con sus pies tortuosos, se obstina en vivir más allá de lo previsto. La vida que irrumpe es el impulso vital del que hablaba Bergson. La libido es aquel determinismo que nos impulsa a multiplicar la intensidad de los anhelos, todos los enamorados del mundo lo saben. Es tan simple como el hecho de respirar, amar, querer ser bueno, el sencillo hecho de llenar la vida como se llena una copa. Es la subida constante hasta el vértice de la pirámide: Dios, la eternidad, o el sencillo hecho de llenar la vida hasta el tope. Gracias a la libido desatamos la carrera testaruda de un pequeño espermatozoide ansioso de fecundar el óvulo para que la tierra siga girando en un vals interminable, lo demás es solemnidad, seriedad prefabricada, cuento siniestro para intelectualoides.

La libido es como la savia que hincha los capullos, los obliga a convertirse en flores, la sangre que corre sin cesar, golpetea con tesón, el suelo empapado que se empeña en preparar múltiples primaveras. La libido es aquella maravillosa facultad que tenemos de asombrarnos, de soltar nuestros cinco sentidos alrededor de una ilusión. Es la rabia de vivir que aconsejaba el clarinetista Sídney Bechet.

Cuando en Carondelet pregunté al presidente Mitterrand lo que opinaba del poder, contestó: “La vida no es voluntad de poder sino voluntad de placer”. La falta de libido es tan aberrante como la carencia del sentido del humor. Hasta el mostachón Bismarck aclaró: “La vida no vivida es causa del miedo irracional a la muerte”. La libido está doquiera, en la sensualidad de los libros, su olor, la textura del papel. Resulta exultante sentir dentro de nosotros aquella erupción de vitalidad a la que llamamos amor. Somos apenas una cicatriz en el mapa, seres grandes en su aparente miseria.

(O)