Me apena oír a predicadores callejeros hablando del fuego que tortura sin consumir, castigos que no tienen fin, cuando el espacio o el tiempo terrenal son insignificantes. Las imágenes que da del infierno el último mensaje de Fátima respaldan aquella idea del fuego eterno. Tsunami, temblores, terremotos no son novedades: 830.000 muertos en Shaanxi, China (año 1556), 700.000 muertos en Tan Shan (1976), 227.898 en Sumatra (2004), 200.000 muertos en Hayuan (1920), 143.000 muertos en Kanto, Japón (1923). Lo de Santorini (1.650 años antes de Cristo) acabó con toda una civilización. Los científicos consideran que los terremotos no son más frecuentes sino que nos enteramos mundialmente mucho más pronto. La peste negra que asoló el Viejo Continente en la Edad Media puede haber causado entre 25 y 75 millones de muertos, según fuentes variables que recuerda Google (la Tierra tenía quinientos millones de habitantes, ahora somos más de siete mil quinientos millones). Las diez plagas que cayeron sobre Egipto fueron atribuidas a la ira de Dios, pero orar no detiene de ninguna manera los terremotos. Cuando se produjo el shock principal de 1949, en Ambato, la iglesia matriz y los cuarteles militares colapsaron, junto con la mayoría de los edificios de la ciudad. Un grupo de niñas que se preparaban para la primera comunión murió aplastado por las ruinas del templo. Solo fue casualidad.

Vista desde el espacio, la Tierra se observa insignificante, el universo se halla en perpetua expansión. Nosotros colaboramos sin reparo en la paulatina destrucción del planeta azul. Si no se produce un despertar espiritual masivo, si seguimos con el consumismo salvaje, si consideramos que la felicidad se halla en lo que poseemos, si nos sentimos superiores por el color de la piel, si nos dividimos por conflictos religiosos, nos iremos muy pronto al despeñadero. Si no sentimos nuestra mortalidad al ver fallecer parientes, amigos, víctimas de desastres ecológicos, enfermedades, accidentes, seguiremos siendo inconscientes. La irresponsabilidad humana es total, los peligro atómicos que asolaron a Hiroshima, Nagasaki, Chernóbil son advertencias que ni siquiera hemos tomado en serio. Lo esencial no es saber lo que algún dios etéreo, algún castigador al que le decimos aterrados “ten piedad” puede hacer por nosotros, sino cumplir con lo que está en nuestras manos: “Ayúdate, el cielo te ayudará”. La frase es de Benjamín Franklin; no aparece en la Biblia, lo que no le impide ser acertada. Guardo la esperanza del despertar colectivo. No hemos progresado tanto en lo espiritual desde la prehistoria, el hombre sigue siendo un lobo para el hombre, el amor se limita muchas veces a un erotismo brutal, ya no sabemos lo que significa sublimar, la búsqueda del placer inmediato mata la felicidad de quienes no saben lo maravillosa que puede ser la espera, lo bella que puede ser la vida si no se vuelve carrera desbocada, lo increíble que puede ser el acercamiento amoroso frente al instintivo atropello: “Cada día podrás sentarte más cerca” (El Principito). Mafalda remata: “¿Y si en vez de planear tanto voláramos un poco más alto?”. “Más que planeta, este es un inmenso conventillo espacial”. (O)