Leo cada día todos los artículos de la página editorial, también las cartas de los lectores. Me llamaron la atención los pensamientos de Nicolás Parducci tal vez porque coincido plenamente con aquello de tirar al agua tantas cosas innecesarias. Vivimos la era del consumismo, nos incentivan a diario mediante mensajes directos o subliminales. ¿Por qué no cambio mi auto, que ya tiene diez años, por un nuevo modelo? ¿Por qué tengo dos televisores si apenas miro muy de repente a uno de ellos? ¿Por qué no logro aún perdonarme errores cometidos en el lejano o cercano pasado? ¿Por qué me quedo con centenares de libros que he leído una y otra vez? ¿Por qué conservo aquella colección inmensa de insectos raros, mariposas increíblemente hermosas, centenares de especies muy bien conservadas que solo yo podría contemplar?

Hace de eso unos años, llamé a un convento de monjas en Durán, vinieron unas hermanas, se llevaron uno de los televisores, toda la colección entomológica, muchísimos libros, muebles, repisas, cualquier cantidad de objetos que no eran indispensables para mi vida personal. Sentí cierto alivio al desprenderme de todo aquello. Ahora que me hallo en el último tramo de mi vida, deseo llegar ligero de equipaje a la hora de partir. Recordé aquella canción que reza: “Tiré tu pañuelo al río para mirarlo cómo se hundía, era el último recuerdo de tu cariño que yo tenía”. Creo que al río Guayas tiré muchos sentimientos que no debían seguir torturando mi alma, creencias tal vez equivocadas, actitudes testarudas, pasiones descontroladas. Jamás odié a nadie. Todo lo que vamos acumulando con los años se torna pesado para el alma, cosas materiales, rencores reprimidos, envidias estúpidas, ínfulas descontroladas. Nos abruman con diplomas, condecoraciones, cumplidos no necesariamente sinceros o merecidos.

Aprendí que debía echar por la borda los recuerdos trágicos, sublimar todo lo que había podido aprender del amor. Desdichadamente, después de leer tanto, de escribir tanto, de pensar tanto, no llegué a ninguna verdad absoluta. De nada me sentí seguro, mas tengo la certeza de que cuando se ama de verdad uno jamás puede equivocarse. Sé que entre dos seres imperfectos no puede existir un amor perfecto, pienso que toda una vida no basta para llegar a conocer de verdad al ser amado. Aprendí que perdonar es reconfortante mientras el resentimiento corroe el alma. Aprendí que todas las manifestaciones físicas del amor buscan en realidad llegar mucho más allá de la piel, que el sexo, intenso y fugaz, anhela penetrar en el alma misma del ser amado.

Pienso que todos reaccionamos según los mecanismos de defensa que hemos acumulado, nos sentimos a veces dueños de la única verdad, queremos imponer a toda costa nuestro punto de vista. Sigo teniendo por internet contactos con personas de las más diversas creencias. No puedo pedir a un amigo de Palestina, una amiga de Israel, que tenga las mismas ideas que yo en lo que se refiere a Jehová, Alá, Thor, Zeus, Shiva o cualquier otra divinidad. Sé a ciencia cierta que me estoy equivocando si me vuelvo agresivo en cualquier polémica relacionada con temas religiosos o políticos.

(O)