¿Por qué ciertas personas exhiben con ostentación los supuestos méritos que las han llevado a tener poder político o económico? ¿Por qué en esta época quien ejerce un cargo directivo se conduce como si fuera un señor feudal o un patrón de hacienda del siglo XIX? Somos testigos, en el mundo y en Ecuador, de comportamientos arrogantes de personajes públicos que inciden negativamente en el bienestar general. Algo anómalo está ocurriendo en nuestras sociedades definidas como democráticas y modernas. Ante esto, la explicación de Mario Campaña es: la ideología y el vocabulario del señorío no se han ido, están de vuelta.

Campaña afirma que el señor es un político, inversor o prestamista, y que está en las calles y en las iglesias, que es banquero, comerciante o industrial exitoso, dueño de medios de comunicación, que trabaja para el Estado o por cuenta propia, alguien que vive de las rentas, que es jefe en nuestros trabajos, dirige una oficina y maneja un bus o un taxi. A veces es un escritor que se exhibe como exitoso y solo habla de sí mismo. Incluso el señor se presenta en el hombre o mujer que somos en nuestras casas: “El señor tiene de burgués y tiene de noble”. Es alguien que se ha hecho con el poder y se cree superior a los demás.

Campaña –escritor ecuatoriano residente en Barcelona– acaba de publicar un libro fundamental, Una sociedad de señores: dominación moral y democracia (México, Jus, 2017), que ayuda a entender el drama de los pueblos que hoy están dominados por la sinrazón de sus dirigentes. La tesis central: el señor –el noble, el señor feudal de antes, el mandamás– es parte de nuestras instituciones porque, en verdad, nunca se ha ido. Un equívoco mayúsculo ha sido creer que las revoluciones de los siglos XVIII y XIX impulsadas por la burguesía naciente, encaramada en la fuerza del populacho, habían liquidado por completo el ámbito de la nobleza.

Según se rastrea documentadamente, más bien la burguesía fue preservando los ideales nobiliarios que separan a los humanos en humanos y no humanos y que conciben –por distintos artilugios conceptuales– que unas personas están para mandar y otras para obedecer. Campaña elabora un recorrido basado en investigaciones históricas para revelar que, aunque apelamos formalmente a nociones de igualdad, propias de procesos revolucionarios, en realidad los democratizadores fueron convirtiéndose en nuevos dominadores que recurrieron a preceptos antiguos como la fama, la gloria, la majestad del poder.

Esto ha ido reproduciendo un mundo profundamente inequitativo: el que vemos en el mar Mediterráneo o en el Ecuador de pobreza de sus periferias. Mientras no construyamos una verdadera cultura democrática –que no es lo mismo que la democracia, formal e institucional–, de verdadero reconocimiento de igualdad entre humanos, que anule todo privilegio basado en la pretensión de superioridad, y mientras no nos empeñemos en un paradigma opuesto a la grandilocuencia señorial –ética de lo pequeño, la llama Campaña–, el señor feudal seguirá instalado entre nosotros. Solo una revolución moral será capaz de borrarlo de nuestro presente.(O)