La orden vino desde arriba, desde el único lugar que puede venir cuando hay una sola voluntad que define los destinos de los comunes mortales. “O controlan a estos majaderos o los controlo yo” fue la frase de amenaza y a la vez de advertencia. Amenaza para quienes se atrevan a protestar o reclamar, como lo hicieron algunas personas por las condiciones de un hospital. Advertencia para sus seguidores, que deberán saber lo que les espera si no actúan como la fuerza de choque preparada para reprimir las expresiones de insatisfacción.
Pocos días después se vio el efecto concreto, cuando una turba impidió al candidato de oposición acudir a una entrevista en un diario de Manabí. Los fieles seguidores del líder solamente estaban siguiendo órdenes. Son ellos quienes deben evitar que se exprese la opinión ajena, que se hagan críticas al Gobierno, en fin, que existan oponentes. Si para ello hay que acudir a la violencia, pues habrá que hacerlo, porque de otra manera se verá obligado a intervenir directamente él y ahí “se va a armar la grande”.
La justificación para este llamado fue la presencia de infiltrados que, según su indiscutible opinión, quieren armar incidentes cuando él visita pueblos y ciudades. Si se considera que infiltrado es (según el diccionario de la RAE) quien “se introduce subrepticiamente en un grupo adversario, en territorio enemigo, etc.”, se podría pensar que su uso fue el producto de la euforia que provoca en él ese ritual de autoengrandecimiento que es la sabatina. Si fuera así, hasta sería comprensible. Pero hay demasiadas evidencias que demuestran que la arenga resume perfectamente la concepción de la política que se ha impuesto a lo largo de los últimos diez años.
Considerar infiltrados a quienes reclaman por un servicio inexistente o porque, ejerciendo su derecho al libre pensamiento, se colocan en la oposición al Gobierno es una forma explícita de confesar que el suyo no es un gobierno de todos los ecuatorianos (“somos más” es otra frase que lleva a lo mismo). Quienes se le oponen persiguen objetivos perversos y por tanto merecen el castigo. Hay que lanzar las multitudes en su contra y escarmentarlos como se merecen. Es lo que hemos escuchado una y otra vez, hasta rematar con este llamado que no deja lugar a dudas.
Con cierto alivio se podría pensar que esto se acaba con la elección del próximo domingo. Sin embargo, el desarrollo de la campaña electoral no da bases para ese optimismo. La metamorfosis del bonachón Lenín Moreno en el personaje ridículamente vociferante de las últimas semanas lleva a pensar que no es simplemente un problema de estilo personal. En el fondo hay una concepción de la política como una guerra. Esta siempre ha sido una característica de los procesos guiados por proyectos autoritarios que buscan ordenar vidas y destinos por encima de la voluntad de las personas. Pero esos proyectos están también alimentados por pasiones más terrenales y por la necesidad de tapar acciones inconfesables. Su fin llega cuando los infiltrados dicen basta.
Zona de los archivos adjuntos. (O)