A los periodistas extranjeros que visitan el país en estos días les cuesta aceptar que estamos en la fase final de un proceso electoral. No pueden entender que aquí se lo tome con tanto desinterés, ya que para ellos una campaña política significa concentraciones masivas, manifestaciones callejeras, debates en radio y televisión, discusiones encendidas en los cafés o en las esquinas e incluso un cierto estado de ánimo general de las personas. Pero, si nos damos el trabajo de desempolvar la memoria, podemos coincidir con esas personas y comprobar que nuestras campañas también tenían ese sabor de competencia apasionada. Que esta sea sosa y aburrida no se debe a alguna característica inmanente del espíritu nacional ni forma parte de la tradición política. Es algo nuevo, y por tanto hay que buscarle explicaciones.
En ese camino, lo más fácil es aludir al escaso atractivo de los candidatos. Obviamente, esa es una generalización que no se sostiene cuando se los analiza individualmente, pero sí tiene sentido cuando se considera que durante diez largos años hemos vivido bajo la omnipresencia de un líder carismático. Para una buena parte de la población (especialmente la menor a veinticinco años), la política prácticamente ha equivalido a la actuación de un personaje que ocupa todo el escenario. El coro de voces que caracteriza a la democracia ha permanecido en silencio o, en las escasas ocasiones en que se ha salido del libreto, apenas ha hecho algún imperceptible movimiento coreográfico. El teatro se ve vacío sin la presencia del actor-guionista-director-apuntador y la sociedad espectadora no sabe o no asume que puede improvisar su propia actuación.
Por esa misma línea se encuentra una segunda explicación, que es la despolitización de la sociedad. La aplicación de un modelo vertical, tecnocrático y paternalista, como ha sido el de estos años, requiere de una sociedad adormecida para implantarse y mantenerse. Para lograrlo se echó mano de la estatización de la participación, la criminalización de la protesta social, la condena al fuego perpetuo para la discrepancia y, por supuesto, el bombardeo propagandístico. Mucho mejor para ese esquema si se contaba con la mayor bonanza económica de la historia nacional y no se prestaba oídos a quienes aconsejan no comerse todo el pan hoy porque podría existir un mañana. Así, nunca ha habido una ciudadanía más adormecida que en estos tiempos de revolución hecha en su nombre. Ahora, con el cuerpo agarrotado, no tiene el ánimo para ponerse a definir su futuro en una elección que es trascendental.
Finalmente, buena parte de la apatía puede deberse también a la ausencia de una línea que divida la contienda en dos opciones claramente contrapuestas. Hace cuatro o seis meses se preveía a esta como la madre de todas las batallas entre correísmo y anticorreísmo. Sin embargo, el candidato descafeinado del primero y la dispersión en el otro lado hicieron que esa línea casi se borrara por completo. Por ello, el voto de una alta proporción de electores se definirá en términos negativos, por el mal menor y no por convicción. (O)