El balance de la economía ecuatoriana al término del 2016 ha sido decepcionante. Las cifras oficiales registraron una caída del PIB de 1,7%, frente al 2015. A nivel trimestral, comparando los períodos t/t-4 se observaría, según el BCE, un quinto período de caída consecutiva, hasta julio- septiembre 2016 (-1,6%).
De su parte, el saldo de las cuentas públicas, en el caso del Presupuesto del Estado mostraría una necesidad de financiamiento de alrededor de 7.000 millones de dólares, en principio, mientras que la deuda externa, recargada por las últimas colocaciones de bonos en el mercado internacional (¿quién los compra?) superaría ya el 40% del PIB.
Digamos, por cierto, que el cálculo de una relación de alrededor del 26 % para el coeficiente deuda/PIB, tipo FMI (¡a lo que se ha recurrido por primera vez desde 2007!) no refleja la realidad de las restricciones financieras que afectan al país: la deuda del Gobierno Central hacia otras entidades oficiales es una obligación pendiente de pago, que debe ser satisfecha y para lo cual es necesario contar con los recursos del caso (o al menos con expectativas de generación de los ingresos que van a permitirlo), por lo que debe ser considerada. Es, en efecto, un asunto de flujo de caja y no de porcentaje: “¿dónde está la plata?”.
Así, por ejemplo, la deuda (casi 10.000 millones) al IESS, entidad de los trabajadores, deberá ser cubierta en plazos determinados y es, definitivamente, deuda, consolidada o no. Si la eliminación del aporte del 40% hecha al propio IESS liberara presiones al Gobierno Central, habría, como se dijo en su momento, una garantía implícita para el pago de pensiones en caso de eventuales dificultades financieras de la Seguridad Social en el futuro. ¿Cómo se asumiría tal garantía en un escenario como el descrito? ¿Cómo serán canceladas estas obligaciones –y las que tiene con el BCE– o previsto su pago? Y, así, sucesivamente.
El desempeño de una economía refleja la gestión pública en varios frentes. En lo fiscal, tampoco todas las metas recaudatorias se han cumplido en 2016. La propia recesión de la economía explica ese comportamiento, pues el clima de los negocios y su dinamismo se modulan fuertemente. Si no, evalúese la caída del consumo de los hogares en el año anterior (-2,0%).
La balanza de pagos, sobre la que no se conocen previsiones, deja ver un superávit en una de sus cuentas, la de la balanza comercial (de bienes) total, de 1.160,3 millones de dólares (+156,2%), reflejo del impacto de las salvaguardias que el Gobierno impuso a las importaciones.
Las exportaciones, de su lado, han caído, en valor, a noviembre 2016, en -10,5 %, petróleo incluido; las no petroleras (esa artificiosa división, economía petrolera y no petrolera, que suele aplicarse, es poco consistente, pues desconoce implícitamente las cadenas de valor y multirrelaciones sectoriales y de acción-reacción) caen en -3,5%, concentradas en pocos productos, de valor agregado relativo (¿el cambio de la matriz productiva?).
La inflación fue baja (1,12% a diciembre 2016): la demanda disminuida no favoreció a los price-makers en los últimos dos años. Su tendencia ha sido también una consecuencia de la crisis. Sin embargo, a pesar de meses de “deflación”, los precios de los no transables han crecido. Mientras, el desempleo aumentó a 6,62% de la población en capacidad de trabajar, desde 4,8% en 2015. Si bien la pobreza ha disminuido (lo contrario habría sido aberrante), en mi opinión, por simple lógica del modelo de gasto, la concentración de los ingresos habría aumentado: el gasto público, en el modelo aplicado, tiende a favorecer a los perceptores de la renta de la propiedad frente a los ingresos de agentes como los trabajadores, que en estos años se movieron en mercados regulados con criterios de rigidez.
El tema del sector externo y del endeudamiento amerita un comentario adicional. Si bien hubo factores que afectaron el desempeño macroeconómico desde hace un par de años –los bajos precios del petróleo, las fluctuaciones cambiarias, la desaceleración de la economía mundial–, es justamente la incertidumbre latente lo que obligaba a adoptar desde siempre las previsiones del caso. En ambientes inestables y en aparatos productivos como el ecuatoriano, con limitado margen de maniobra, no se puede aplicar políticas procíclicas distorsionadas del tipo: coyuntura positiva, gasto desmedido, ninguna precaución para el futuro. Esto, más allá de que por la misma razón, por las distorsiones en el escenario global, ganar céntimas del PIB demanda, comparativamente a otros países, más recursos financieros y… ¡más deuda! En cuanto a lo último, tampoco Ecuador es comparable o tiene la potencialidad de EE. UU., Noruega, España, como se ha sugerido. Esa visión es equívoca, pues la capacidad de pago y opciones de cada uno es largamente distinta.
En ambientes inestables y en aparatos productivos como el ecuatoriano, con limitado margen de maniobra, no se puede aplicar políticas procíclicas distorsionadas del tipo coyuntura positiva, gasto desmedido, ninguna precaución para el futuro.
De acuerdo a los datos oficiales, en 2017 el PIB crecerá en 1,4%. Lo explicaría la repentina y “potente recuperación” del cuarto trimestre 2016 (¿?) y el impacto del Acuerdo Multipartes ECU-UE, que haría que las exportaciones aumentaran significativamente. Desafortunadamente, no parece haber certezas sobre estas premisas… Que las exportaciones a la UE cambien la tendencia global, en tan poco tiempo, no parece probable: en el mejor de los casos –si se aplicara una política comercial idónea, aún inexistente–, ese impacto se podría apreciar a mediano plazo. Esto, sin olvidar que esos acuerdos suponen reciprocidad: desmontadas las salvaguardias deberían normalmente aumentar las importaciones.
Para 2017 las proyecciones del FMI y del Banco Mundial son coincidentes: la economía continuaría cayendo. Según el FMI en -2,7%; según el BM en -2,9%. Solo la Cepal estimaba que se observaría un crecimiento de 0,2 % en este año.
La mejor coyuntura económica experimentada por Ecuador, determinada hasta ahora esencialmente por factores externos, “pasó por la ventana”: ingresos por alrededor de 300.000 millones de dólares y una deuda de casi 50.000 millones, se agotaron ya, sin haberse –vista la difícil coyuntura– privilegiado y mantenido prioridades (salvo en el caso de cierta infraestructura), ni políticas que realmente pudieron transformar la matriz productiva del pasado. Esto, en buena medida, junto a una contraparte empresarial que no jugó un papel de catalizador crítico, que no asumió sus responsabilidades por el logro de cambios sostenibles, y que tuvo otra vez una visión focalizada en el corto plazo y en el interés corporativo (¿sin límite?).
La bonanza deja un país con una economía bajo riesgos, sin opciones de reactivación rápida, forzada a la búsqueda urgente de una renegociación de la deuda –eso se ha señalado oficialmente– y a un ajuste que hasta ahora, en plena campaña electoral, continúa, ese sí, en términos de propuestas, siendo de una extrema pobreza y demagogia… (O)