Aunque murió hace treinta años –justo hoy, 14 de junio, se conmemora–, todavía estamos muy cerca de Borges. No sabemos cómo librarnos de él. No todavía. Y muchas veces dudo si es necesario librarnos de Borges, porque es imposible escribir como él, pero sí es posible seguir aprendiendo de él. El último gran borgiano fue Roberto Bolaño. No escribía como él, pero lo leyó mucho. Tanto que dejó constancia en un texto, Borges y Paracelso, un resumen narrado del cuento de Borges, La rosa de Paracelso. Y digo resumen y narrado porque traslada tal cual el cuento, solo que con la prosodia veloz de Bolaño, que comprime los diálogos en discurso indirecto. El tema es el mismo. La música, diferente.

La rosa de Paracelso es un cuento sobre el aprendizaje de la magia. Johannes Griesbach, un pretendiente a convertirse en su discípulo, le plantea a Paracelso que para seguirlo haga un truco de magia, que una rosa se convierta en cenizas y luego, de ellas, la haga resurgir. Paracelso duda de la honestidad del discípulo, tanto como este duda de su fama. Si no, no le pediría una prueba. Finalmente, queman la rosa y Paracelso no la hace resurgir, no hasta que el discípulo se marcha. ¿Por qué decide no mostrarle a Griesbach sus poderes? Quizá este no debió exigirle una demostración, sino escucharlo durante un tiempo y aprender. Eso sugiere Monterroso en su cuento Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges. Es maléfico seguir demasiado a Borges, dice Monterroso, tanto como pasar de largo de él. Hay que seguirlo un tiempo para ver lo que hace, espiarlo en alguna fisura, quizá porque espiar es una manera de leer intensamente.

Me explico con un rodeo. En el capítulo veinticinco del Doctor Faustus de Thomas Mann, donde el protagonista de la novela, el músico alemán Adrian Leverkühn, habla con el demonio, este hace una serie de reflexiones sobre la inspiración. Hablan sobre el tema porque el pacto fáustico de Leverkühn tiene que ver con la concesión de creatividad a cambio de su alma. El demonio le dice que solo él puede ofrecer una inspiración arrebatada, que no necesita corrección, mientras que toda creación humana siempre será perfectible. El demonio recuerda las interminables correcciones de Beethoven en sus partituras, junto a las que ponía “mejor”. Lo que dice el demonio es una cita literal de un fragmento de Nieztsche en Humano, demasiado humano. Nietzsche también descreía de la inspiración. El contexto de la escena de Mann tiene una fecha: 1912. Las vanguardias empiezan precisamente su avanzada guerrera. Son los años de Picasso y el cubismo, del Cuadrado negro de Malevich, de Duchamp abriendo el abismado campo de las instalaciones artísticas y performances, de las que hoy es más difícil salir que de los recintos borgeanos. Las vanguardias crearon con arrebato, endemoniadamente podríamos decir, y Mann señala la frontera del momento, donde más que la corrección se busca el salto permanente. Extraña coincidencia: Joseph Beuys, el gran creador de acciones artísticas, también murió en 1986.

Borges es un autor de la corrección. En algún momento mencioné el cambio que hizo de un adjetivo en un cuento suyo, El atroz redentor Lazarus Morell, que en la primera edición no era “atroz” sino “espantoso”. Por esa vía lo sigo leyendo. Solamente mencionaré una oración de su cuento El Sur, que Borges consideraba el mejor que había escrito. El protagonista, Juan Dahlmann, entusiasmado por haber encontrado un ejemplar de Las mil y una noches, de Weil, sube apresurado una escalera para ir a leer el libro y se da un golpe en la frente. La anécdota es biográfica. Borges también se dio un golpe que fue causante de su ceguera. Dahlmann no se da cuenta hasta que se cruza con una mujer que lo ve espantada. La primera versión del manuscrito decía de Dahlmann: “Y se pasó la mano por la frente y la sacó roja y pegajosa de sangre”.

Pero la versión corregida dice:

“Y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre”.

¿Cuáles son los cambios? Borges elimina dos conjunciones. Para la concisión del cuento, en efecto, hay un exceso de “y” griegas. Reemplaza el verbo “sacar” por “salir”, que es más suave, y porque pasar la mano por la frente no implica tener que sacarla. Y finalmente elimina el adjetivo “pegajosa”, quizá por demasiado física, porque trasladaría con demasiada intensidad al lector a alguna experiencia desagradable con el tacto de la propia sangre. El cuento se habría detenido en la sensación más de lo adecuado para lo que venía a continuación, explicar que “la arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le había hecho esa herida” (hay más correcciones: en el original no se dice que el batiente estaba “recién pintado” y en vez de decir “le había hecho” decía “le había ocasionado”). La versión final es modulada, fluida, se lee de un solo aliento ascendente: “Y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre”.

Por supuesto, Borges es mucho más que correcciones de este tipo. Pero quizá aquí encontremos la manera para salir de Borges, para despedirnos de él con una suave admiración y gratitud: leerlo, leerlo en detalle, no remitirnos solo a sus temas y mitologías, a sus provocadores juegos metafísicos y laberínticos, escuchar mejor la libertad con la que escribía, fuera de patrias u obligaciones. Sobre todo escuchar esa música verbal que sabe corregir a su manera. Luego de frecuentarlo un tiempo, no todo el tiempo, como dice Monterroso, cuando entendamos que las palabras piden ser corregidas no hasta la perfección, que no existe, sino hasta nuestro propio ritmo interno, Borges quedará atrás, despidiendo a discípulos que acaso entendieron que la magia de la escritura es, mal que le pese a la prisa de nuestro tiempo, una forma de la paciencia y una música secreta. (O)

Es maléfico seguir demasiado a Borges, dice Monterroso, tanto como pasar de largo de él. Hay que seguirlo un tiempo para ver lo que hace, espiarlo en alguna fisura, quizá porque espiar es una manera de leer intensamente.