Solo visité una vez la antigua Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Fue en 2008 y ocurrió por accidente. Yo tenía una razón fetichista, intransferible como todo fetichismo, pero ineludible para quien lo padece: Jorge Luis Borges fue su director durante dieciocho años, desde 1955 hasta 1973. Pero en esa visita a Argentina, fueron tantas las distracciones que un día antes de marcharme le comenté a un amigo que había descuidado visitar los lugares de Borges. Él me indicó que tenía muy cerca el edificio de la biblioteca. Ubicada en el número 564 de la calle México, estaba a cinco cuadras de mi hotel.

Es un edificio neoclásico con columnas corintias y un perturbador efecto de perspectiva: para su fachada solemne, la calle México ofrece poco espacio. Cuando quise entrar, no me dejaron. Solo podría hacerlo si veía un espectáculo de danza. Allí me enteré de que la antigua Biblioteca Nacional, aunque conservaba ese nombre en el frontispicio, se había convertido en la sede del Ballet Folklórico Nacional. Finalmente entré y me hicieron pasar a la sala de lectura, de techo altísimo, iluminada por grandes ventanales. Allí se presentaba el espectáculo. En las paredes estaban las enormes estanterías por las que Borges caminó. Por esa maravillosa ironía de lo imprevisto, estaban vacías, sin un solo libro.

He vuelto a pensar en ese edificio, por la polémica que se ha producido los últimos meses en Argentina por la designación del nuevo director, el escritor y ensayista Alberto Manguel. Como era de esperar en un país que ha dado un cambio político luego del enquistamiento de los Kirchner, quienquiera que fuera el designado por el nuevo gobierno iba a estar en la mira. La mira no solo de intelectuales programáticos del partido saliente, sino de un tipo de individuos que llevan a cabo el cumplimiento de esa sentencia bíblica de que nadie es profeta en su tierra, esa constante que forma parte de la tradición cultural hispánica y que, en el caso de Argentina, se exacerba como no he visto en ningún otro país de América Latina. Algunas razones habrá para que esa conclusión del evangelio de Lucas se haya vuelto también una verdad laica de los exiliados voluntarios, de quienes han encontrado en el extranjero lo que en sus propios países no les era reconocido. No sé las razones por las que Manguel se marchó de su país. Pero sí lo he leído y hasta supe esa anécdota de que siendo muy joven había leído a Borges. Mejor dicho: le había leído libros a Borges, cuando este ya era ciego, y Manguel apenas un librero adolescente en Buenos Aires. Sean las que hayan sido sus razones, esa marcha resultó provechosa. Ha publicado decenas de libros, sobre todo ensayos, escritos en inglés, donde hay una ecuación proporcionalmente inversa entre la vastedad de una erudición provechosa y la diafanidad de una escritura que se pone al servicio de la comprensión inteligente y no de oscuridades que cobran peajes al vacío. Libros como La biblioteca de noche, Leer imágenes, Una historia de la lectura o Guía de lugares imaginarios, entre otros libros que le han valido premios como el Premio alemán de la Crítica, el Premio Médicis, el Roger Caillois, el Grinzaine Cavour de ensayo, llegando a ser nombrado en 2004 Oficial de la Orden de las Artes y las Letras de Francia.

Lo sorprendente de esta historia es que desde su nombramiento como director, se ha desatado en Argentina una campaña de acoso y derribo llamativa no solo por unas causas específicas –el despido de algunos funcionarios de una plantilla desproporcionada, consistente en más de mil empleados donde parece que abundó el clientelismo político con el antiguo gobierno– sino por la manera con la que se ha abordado. Probablemente en ningún otro país de América Latina he visto tanto furor y animadversión hacia sus propias figuras nacionales que triunfan en el extranjero, como si un rapto llevara a un tipo de intelectual argentino a una especie de exacerbado mecanismo de compensación hipernacionalista en una sociedad fundada, precisamente, por inmigrantes. Octavio Paz habló en El laberinto de la soledad de una mezquina estrategia de raíz hispánica, el “ninguneo”, es decir, no mencionar al individuo prestigioso. En esta parte de Argentina, en esta polémica, el ninguneo se convierte en desprecio y una atrevida ignorancia. “Israelí-canadiense, ahora director de la Biblioteca Nacional”, dice un titular de argentinatoday.org. “No leí a Alberto Manguel. No conozco a nadie que lo haya leído”, señala un comentario en un reportaje a intelectuales argentinos. Otro añade: “No ubico a Manguel. No lo leí, no sé bien quién es”. “Solo lo conocía de nombre, ignoraba su trayectoria y no podía mencionar un solo libro suyo”. Y lo dicen intelectuales, se supone. Será una extranjera, la directora de la Biblioteca Nacional de Colombia, Consuelo Gaitán, la que respondió a una carta pública del antiguo director de la Biblioteca, Horacio González, –en la que este atacaba la nueva gestión por el despido de personal– y le recordaba que “no hay mayor conocedor de la cultura escrita, el libro y las bibliotecas en el hemisferio occidental que el nuevo director de la Biblioteca Nacional de tu país”. Como para sentirse orgulloso.

Pero no. Nadie es profeta en su tierra.

No creo que a Manguel le guste la palabra profeta. No lo es. Seguramente le representará un reto asumir ese cargo. Queda por demostrar su eficacia y su propuesta. Lo hará a partir del próximo mes, ha dicho, para así cumplir con compromisos académicos en la universidad de Princeton. Esperemos que esas atávicas mezquindades que también sufrieron Cortázar, Borges, Pizarnik, Juarroz y muchos intelectuales y escritores argentinos que hicieron su vida fuera de su país o que fueron reconocidos mundialmente, no se ceben con él. Son los nacionalismos los que esperan profetas, los que mienten sobre tierras prometidas y no saben ver al hermano o al vecino. Simplemente, no saben ver. Ciegos de envidia, dicen. (O)

Octavio Paz habló en El laberinto de la soledad de una mezquina estrategia de raíz hispánica, el “ninguneo”, es decir, no mencionar al individuo prestigioso. En esta parte de Argentina, en esta polémica, el ninguneo se convierte en desprecio y una atrevida ignorancia.