El que empata último ríe mejor (Barcelona). Y si ese empate llega a los 88 minutos las sonrisas son más amplias. Es la última sensación que deja el clásico, de lo que se termina hablando. Para quien va perdiendo en su cancha, al parecer irremediablemente, y consigue esa quimérica igualdad, le parece que lo pasan de terapia intensiva a sala común, y en dos días se va a su casa. Es como que lo están llevando al cementerio y, de pronto, el coche fúnebre pega la vuelta, lo sacan del cajón y le dicen “bájese, usted está bien”.