A dos años de la entrada nocturna de Julian Assange a la Embajada ecuatoriana en Londres, el tema ha pasado a segundo plano y no hay muestras de cambio. Lo que aparecía como un asunto que podría ser resuelto en unas semanas o a lo mucho en pocos meses, terminó por convertirse en un laberinto del que no pueden salir quienes están dentro de él. En términos concretos, Assange está encerrado en un espacio estrecho (aunque no ha visto limitadas sus posibilidades de comunicarse con el mundo exterior), pero también están atrapados los gobiernos de Ecuador y del Reino Unido, así como la justicia sueca. Es una situación que ninguno de ellos puede alterar sin pagar costos bastante altos para sus intereses.

Los temas de debate en los primeros meses de su estadía fueron la libertad de expresión, el derecho de asilo y la concepción de la justicia en el plano internacional. Todos ellos estaban estrechamente vinculados y terminaron por constituir una enredada madeja. Así, para un amplio sector de la opinión pública las filtraciones hechas por el hacker australiano tendían a transparentar asuntos oscuros y por tanto lo convertían en un adalid de la libertad de expresión. Tomando esto como una premisa sólida, esas mismas personas sostenían que era un perseguido político y, por consiguiente, que procedía el asilo. El requerimiento de la justicia sueca, según esa visión, era una manera encubierta de persecución ya que realmente buscarían castigarlo por haber revelado documentos internos del gobierno norteamericano. Finalmente, estos sectores negaban o minimizaban la potestad de la justicia para actuar por encima de los estados nacionales (que, por el contrario, era la justificación a la que acudían suecos y británicos cuando aludían a las disposiciones de la Unión Europea).

El gobierno ecuatoriano hizo suya esa perspectiva o por lo menos buena parte de ella. Era imposible que no actuara de esa manera ya que era la única opción para configurar un terreno propio al que trataría de llevar a los otros actores. Sin embargo, estos últimos nunca aceptaron que se tratara de un caso político y por tanto no entraron en ese campo. Ese fue el punto de congelación de la situación. Las reiteradas declaraciones públicas de Assange, viabilizadas por una generosa permisividad, contribuyeron a agudizar las posiciones de quienes se situaban en la otra orilla.

Las visiones más optimistas sugerían que una solución para descongelar la situación, posiblemente la única, podría venir por el lado de la justicia sueca. Sostenían que la madeja comenzaría a desenrollarse si la fiscalía o el órgano correspondiente de ese país aceptara tomarle la declaración en la sede diplomática ecuatoriana. Con ello se abriría el necesario espacio de negociación entre los gobiernos de Ecuador y el Reino Unido. Es cierto que ello podría ocurrir, pero ese cálculo se funda en la esperanza –no explicitada– de que Assange fuera encontrado inocente y no sería encausado en Suecia. Pero, si se determinara que hay lugar para el juicio, nuevamente se congelaría la realidad quién sabe por cuántos aniversarios más.