No hay que ser activista para admirar y respetar la naturaleza y las maravillas que la acompañan. Es cuestión de conciencia, educación y sobre todo sentido común. La naturaleza parece haber sido perfectamente diseñada: cada ser vivo en su hábitat correspondiente con su ciclo de vida limitado, de tal manera que no haya déficit ni exceso de ellos. Antropológicamente el ser humano fue evolucionando y, a diferencia de otras especies vivas, el lóbulo frontal de su cerebro le ha permitido alcanzar juicio y raciocinio, para así poder discernir entre lo bueno y lo malo, entre lo lógico y lo ilógico. No obstante que el aprendizaje, la adquisición de conocimientos, estimula el desarrollo de la capacidad de razonar, el sentido común habrá de darle siempre la mano al uso de la razón.

Entiendo que hay mucha tarea pendiente para aquellas personas que están involucradas en la defensa de los “derechos” de los animales. No es un asunto fácil, menos en un medio como el nuestro en el que la preocupación por las condiciones de vida de los animales es todavía escasa, y en el que, en términos generales, se cree tener derecho a ganarse la vida aun atentando contra el bienestar de la naturaleza.

Recuerdo haber visitado alguna vez una parroquia rural guayasense, donde, en un mercado público, un señor vendía perros cachorros exhibiendo a todos juntos dentro de una jaula de pájaros. Y recuerdo haber visto a un niño que le pedía a su padre que le comprara uno de esos cachorros. Una mascota adquirida en esas circunstancias seguramente llevaría consigo desnutrición y enfermedades. Pero, después de todo, podría llegar a una casa donde al menos (cabe suponer) podría disponer del espacio necesario para crecer y vivir como efectivamente le correspondía. Encuentro injustificable la actividad de ese vendedor, pero lo que hace poco presencié en una de las playas de la Ruta del Sol, llena de veraneantes y turistas, supera con creces la indolencia del comerciante de cachorros. Un poblador de la zona paseaba por la arena a una llama ofreciendo tomar foto a quien quisiera subirse sobre el lomo del animal, que, ahogado de calor, tendría que soportar el peso de cualquier humano que quisiera lucirse con él en una postal.

Un mamífero, nacido en y para el altiplano, dejando a lo largo de una playa de la costa ecuatoriana todo tipo de indeseables huellas, un ciudadano haciendo negocio a base del sacrificio del animal y algún otro ciudadano dándose el gusto de sonreír ante la cámara a costa del animal. Que un animal sea doméstico, como se considera a la llama, no puede conceder derecho para obligarlo a vivir en condiciones opuestas a aquellas para las que la naturaleza lo dotó. Y aunque el ciudadano propietario de la llama tenga derecho al trabajo y a la obtención de ingresos para su sustento diario, tal derecho no puede autorizar a contaminar las playas y a maltratar al animal.

Una voz de alerta, entonces, para quienes están involucrados en defender el buen cuidado de los animales y de la naturaleza. No solo se trata de llevar a cabo grandes campañas citadinas para grandes actividades –como la taurina, por ejemplo–, sino también de visitar con relativa periodicidad pueblos pequeños, donde seguramente casos como el narrado ocurren a diario. Habrá que continuar promoviendo en la comunidad la toma de conciencia sobre el significado y la responsabilidad que implica poseer una mascota, y sobre el respeto que cada ser vivo amerita para sí y para su hábitat.