Desde niño me familiaricé con muchos mitos: Orfeo perdiendo a su amada Eurídice por haber desafiado a los dioses; Tántalo, Prometeo y Sísifo condenados a un suplicio eterno eventualmente ilustrado por el pasillo: “por más que estiro la mano, nunca te alcanzo lucero”; Dafne convertida en laurel para escapar de un dios Apolo acosador y violador. En la mitología de Sumer Utnapishtim avisado de un inminente diluvio recibe el encargo de construir un arca para llevar a todas las especies vivientes, luego manda una paloma para averiguar si han bajado las aguas. ¿Les suena esta leyenda con otro nombre? Noé sale directamente de la mitología babilónica. ¿Si no creo en las sirenas, por qué debería creer en los ángeles? Separar las aguas del mar Rojo como supuestamente lo hizo Moisés no me parece más fidedigno que los doce trabajos de Hércules. Así como Júpiter podía convertirse en lluvia de oro para poder acostarse con Dánae, o trocarse en clon de Anfitrión para hacer el amor con Alcmena, esposa de tan gentil y acogedor amigo (cuidado con decir a un hombre que es un excelente anfitrión) Jehová se convierte en zarza ardiente o en nube.

Hablando de seres acogedores, para evitar que sus huéspedes sodomicen a los dos ángeles mandados por Dios y hospedados en su casa, Lot les ofrece que mejor violen a su propias hijas. Pero en su huida, la mujer de Lot, Edith, –demasiado mirona– se verá convertida en estatua de sal. Cuando fui a Israel y visité el mar Muerto, mi guía, curiosamente llamado Ben Hur, me mostró muy seriamente un saliente de roca, lo que quedó supuestamente de Edith, la mujer más salada de la historia. Más dignas de creerse están allí las ruinas de Masada, ciudad romana fortificada y me bañé en la maravillosa cascada de Ein Gedi, guardé mi admiración por las rosas creciendo en Dimona, la ciudad florida en pleno desierto de Negev, al sur de Beersheva. Si sonrío divertido al escuchar la bellísima historia del unicornio azul domesticado por Silvio Rodríguez, ¿por qué no podría seguir sonriendo al leer en uno de los salmos (22-21): “Sálvame de la boca del león y oye librándome de los cuernos de los unicornios”. Resulta indispensable leer a Isaac Asimov, el más realista de los analistas frente a la Biblia.

Existen dos posibilidades: creer sin ver o investigar durante toda nuestra vida. Respeto todas la creencia sin sentirme obligado a compartirlas, admiro mucho la famosa frase de Carl Sagan: “No quiero creer, quiero saber”. Me preocupa ver en YouTube predicadores de tres a siete años imponiendo las manos, gritando (¿pero por qué tienen que gritar tanto los predicadores?) y tan solo con una palmada en la frente de unos emotivos mandándolos a caer de espalda supuestamente curados de todos sus males.

Guardo intacta la libertad que tengo de dudar frente a la fe ciega que no necesita comprender para creer. Cuando Dostoievski escribió. “Si Dios no existe, todo está permitido” dijo un disparate: el humanismo bien llevado incluye valores muy exigentes, no necesita oír hablar de castigo o recompensas: es el deber por el deber, tal como lo concibió Kant.