Han sido semanas de desasosiego y perplejidad para los ecuatorianos que tenemos una perspectiva crítica. Lo que ha primado es darse las espaldas, mirar al otro lado, rehuir la discusión razonada, dejar que el poder organice el escenario público desde su particular concepción e imponga su criterio. Comenzamos mal este segundo mandato (o tercero); aquello que generaba alguna ilusión de cambio, se ha perdido, sean estos los derechos de la naturaleza, el carácter pluriétnico y multicultural de nuestra sociedad o un país de derechos. Todo parece haber quedado atrás, todo desdibujado y relativizado, sin que se pueda responder claramente hacia dónde vamos. Nos hemos vuelto país conservador, de silencios largos, de conformismos, de discusiones inacabadas. El capitán mandó a parar y todo calló. Extraño vuelco de un país que quería hablar de todo y avanzar sin descanso y sin parar. Todo resultó espejismo, ilusión; como decía Marx, todo lo sólido se desvanece en el aire.

Los derechos de la naturaleza en una pequeña esquina de nuestro país, donde nos habíamos ilusionado de conservar una selva viva, como tan adecuadamente demanda Patricia Gualinga a todos quienes queremos oírla; una selva donde se respete su forma de vivir, su cosmovisión, su relación con la naturaleza maravillosa en la que viven. Hoy esto parece no tener cabida. No abogo, nunca lo he hecho, por un país que no progrese, pero de ahí a pensar que no hay límite ambiental o de identidad que no se pueda traspasar, hay un largo trecho. Las voces de la selva, Sarayacu y Tiputini no son escuchadas.

Los derechos de la mujer de decidir sobre su propio cuerpo, sin que hombres o sacerdotes interfieran fueron cancelados, dejando de lado una discusión que se venía fraguando en el país. No se trataba de legalizar el aborto simplemente, como ya lo hacen muchas sociedades, se trataba apenas de autorizarlo cuando el embarazo es resultado de una violación, de un acto no consentido, de un acto de violencia criminal. A nadie le gusta el aborto, pero ¿quiénes somos nosotros para cerrar las puertas a las mujeres que así lo deciden y condenarlas a hacerlo en condiciones, donde la muerte es vecina para madre e hija? Lo lamentable es que esta discusión se cerró y quienes, valerosas propusieron un debate, enfrentan una suerte de inquisición del siglo XXI. ¿Quién se atreve hoy a abrir nuevamente ese debate?

El derecho de expresión y opinión de las personas, de cineastas, blogueros, cantautores, periodistas o del ciudadano de a pie, que se expresan por medio de la palabra, la imagen o el gesto, encuentran cada vez más restricciones y atentados. Nos vamos acostumbrando a que se excluyan imágenes de las redes de comunicación, de que se multipliquen las rectificaciones, que se condicione la palabra por aparatos de Estado recién inventados, cuya función es vigilarnos, para que actuemos en conformidad con las reglas, las que no se puede cuestionar, pues son reglas dictadas por mayorías incuestionables. Como si la democracia fuese solamente una cuestión de votos.

Silencio, no parece haber lugar para la palabra que disiente.