Si hubiera sido seria la propuesta de dejar el petróleo bajo tierra en el Yasuní, los ecuatorianos mereceríamos una explicación y tendríamos la obligación de exigirla. Pero, debido a que hace mucho tiempo dejó de ser algo creíble, fue suficiente la cadena nocturna del jueves pasado en la que simplemente se formalizó lo que ya se sabía. La decisión, calificada por el líder como una de las más difíciles de sus años de gobierno, estaba tomada por lo menos desde enero del 2010 cuando desarmó el equipo encargado de llevarla adelante, cuestionó la figura y la esencia del fideicomiso, denigró a un ministro, mandó a que los donantes se metieran sus centavitos delicadamente por las orejas y estableció un plazo perentorio e irreal para conseguir los recursos. Incluso estuvo anunciada antes, cuando se la condicionó a los aportes externos y no se la estableció como la materialización de principios propios.

Pero, siendo así, alguna explicación debe existir para la demora en hacer pública la decisión y en las sucesivas extensiones del plazo (que, por cierto, minaron aún más la credibilidad de la propuesta). De partida se debe excluir a la ingenuidad como una de las razones. No es eso precisamente lo que caracteriza a los integrantes de los círculos del Gobierno. Tampoco es algo que adorne al equipo negociador, conformado por una sola persona que ha demostrado toda la sagacidad necesaria y suficiente para estar en casi todos los gobiernos de los últimos quince años. Algo más debe haber.

Hipotéticamente se pueden identificar dos asuntos de fondo que explicarían ese manejo de los tiempos. El primero es que la decisión de extraer petróleo en esa área constituye una negación de todo el pachamamismo de la Constitución. No es casual que la única alusión a los derechos de la naturaleza, en la alocución del jueves, fue cuando los calificó de “supuestos”, es decir, aparentes, irreales. El segundo es que aquella decisión, que constituye un paso en firme hacia el extractivismo más tradicional, colisiona con la definición ideológica de izquierda que, gracias a una hábil construcción discursiva, ha mantenido exitosamente hasta ahora el Gobierno. En otras palabras, es la expresión más clara del viraje ideológico y político que se viene configurando desde hace algunos meses.

Esas explicaciones (hipotéticas, supuestas, posibles, como lo permite un artículo de opinión y análisis) permiten responder a la pregunta inicial sobre el momento escogido para hacer el anuncio. Vale decir, ¿por qué esperar más de tres años para hacerlo si la decisión estaba tomada? La respuesta puede encontrarse en que las condiciones políticas vigentes a lo largo de este periodo no eran adecuadas. Por el contrario, el momento actual ofrece las mejores oportunidades para anunciar un cambio tan profundo como este. El liderazgo presidencial está plenamente afianzado, la Asamblea está en la cúspide de su docilidad y Alianza PAIS es una efectiva banda de transmisión desde arriba hacia abajo. Todo confluyó para poner sobre la mesa el plan A. Es el triunfo del pragmatismo tecnocrático que siempre estuvo ahí, esperando la ocasión.