La niñez y la adolescencia son las etapas más importantes del ser humano, tanto a nivel cognitivo porque es la edad en que absorbe la mayor cantidad de información y se cimentan los conocimientos perdurables; como a nivel emocional, porque se forman las estructuras psicológicas que dejan huella a lo largo de su vida y del nivel espiritual, porque es la oportunidad de formar la recta conciencia.
Al ser el hombre un ser sociable por naturaleza, en el transcurso de su vida se puede salir de su cauce, porque los comportamientos se encuentran en relación directa a sus estados emocionales, y se sabe que sus desequilibrios se adquieren desde temprana edad porque el ser humano se ve expuesto a heridas emocionales, psicológicas y físicas que lo desestabilizan, y los frutos de esas acciones son generalmente dolorosos. Son varios los casos que por la prensa se ha dado a conocer de violencia intrafamiliar a la que se ven sometidos los niños y jóvenes. Tal vez uno de los problemas más graves es la disolución de las familias, que decidieron romper ese lazo conyugal y dejaron en el interior de sus hijos marcas imborrables que afectan la estabilidad emocional y los puede transformar en más vulnerables a las agresiones sociales. ¿Qué hacer para evitarlo? Ciertamente no es a base de regulaciones, penalizaciones o sanciones que el mundo va a cambiar, porque el mundo es el macrorreflejo de lo que pasa al interior de la familia. Es al hombre al que hay que atender, es el corazón del hombre al que hay que apuntar para lograr su transformación sensible y alejarlo de la dureza con la que ha llegado a sobrevivir. Solo a través del acto sensible y amoroso que nos viene de Dios podrá ser restaurado el hombre herido, porque solo Dios cura las enfermedades radicadas al interior de su creatura. Habrá que volver como al principio, a tener clara, cimentada y viva la espiritualidad; a defender la estabilidad y la unión familiar para alcanzar un mundo mejor.
Jorge Enrique Falconí Lara,
magíster en Gerencia y Liderazgo Educacional, Guayaquil