El nuevo proyecto de universidad que se le ha ocurrido al actual Gobierno se va implantando mediante acciones delirantes. Si los impulsores de tales directrices aplicaran ese formato a las instituciones del exterior en las que ellos –no todos– obtuvieron sus Ph.D., esas no cumplirían ni la mitad de las formalidades. Para autorizar un programa académico, los evaluadores demandan que se explique ¡por qué las ciencias sociales son científicas! ¿Supone ese cuestionamiento que aquel que maneja un taladro es un científico y quien piensa las relaciones sociales no lo es? Como todo debe igualarse, debido al mantra del sumak kawsay, ahora las universidades deben funcionar por semestres.

¿Y cuál es el problema de contar con trimestres o años académicos? ¿Por qué una modalidad que marcha adecuadamente debe cambiar por la agudeza epistemológica de un oficinista? Es inaceptable que se haga tabla rasa de los distintos estilos de organización institucional. La ley indica que los decanos se designarán según lo que establezca el estatuto de una universidad; pues bien, la normativa de un centro de educación superior señala que esas autoridades resultan de una votación, pero el poder burocrático desconoce un proceso electoral legítimo porque en la mente de los líderes supremos –no en el texto de la ley– se prefiere la designación antes que la elección.

Con el pretexto de ordenar el caos, importa un bledo respetar lo que se halla en uso: para sostener un programa doctoral, el reglamento vigente determina que debe haber tres doctores como profesores de planta; de pronto, unilateralmente, deciden que serán cinco, sin considerar lo que está escrito. ¿Esto es revolución? Con el esquema que están proponiendo, se investigará solo para satisfacer al papeleo que nadie lee, no para beneficio del país o de los estudiantes. No es guasa, pero para los revolucionarios institucionalizados –autocolonizados con los índices internacionales– un artículo publicado en una revista indexada ¡pesa más que la autoría de dos libros!

Cada programa debe señalar sus fuentes documentales, digamos, unos 4.000 tomos. ¿Qué hace una institución que ofrece cuarenta programas? ¿Repite montañas de fotocopias? ¿Se puede creer que la bibliografía que para ellos cuenta ¡se reduce solo a la publicada hace cinco años!? El libro que vale es únicamente el reeditado, según ellos. No entienden que los índices y ranking son un asunto comercial, pues eso vende más: es la lógica del mercado, no de la academia. El prototipo que quieren practicar es para estudiantes y docentes de tiempo completo y dedicación exclusiva, como en Norteamérica, sin discernir nuestras condiciones reales de existencia.

Contrario con la apertura de fronteras nacionales, que no requiere visa ni de los sospechosos habituales, ¡un profesor internacional no podrá enseñar mientras no haya registrado su título en la Senescyt! Así, un plus se transforma en demérito; una ganancia, en viacrucis. Con inspiración infundada, solo reconocen a 1.000 casas de estudio extranjeras, una selección acomodaticia e ilógica. Con la inconsulta exigencia del Ph.D. vendrán titulados sin recorrido intelectual, meros cumplidores de un requisito. Cuesta admitir que quienes plantean este modelo tengan Ph.D. Las comunidades universitarias deben rechazar –y resistir– estos y otros despropósitos que están desmoronando las universidades del Ecuador.