A un costado de la parada de la Ecovía, en el sector de La Marín, en el centro de la ciudad, tres zurcidores de ropa están listos para atender al público.

Para su oficio tienen una máquina de coser mientras sobre sus cabezas hay grandes parasoles que les sirven para protegerse del cambiante clima de Quito.

Personas pasan por la calle así como vehículos y unidades de la Ecovía que llegan a desembarcar pasajeros que vienen desde el norte de la ciudad.

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Ruth lleva cosiendo casi 25 de sus 65 años de vida. Forma parte de la Asociación de Pequeños Comerciantes La Marín, que la integran seis socios.

A la espera de clientes contó que empezó a trabajar en esa actividad porque se quedó desempleada. Laboraba en la guardería del Centro del Muchacho Trabajador cuidando a niños, pero cerraron los dos centros que había, uno en Cotocollao y otro en el centro de la ciudad.

Una compañera le sugirió dedicarse a ese oficio. Señaló que le ha ido bien en esa labor, pero tuvo que comprar la máquina de coser en 5.000 sucres a una persona cercana. Le ha durado como la publicidad del artefacto: “hechas para durar”, aunque sí ha tenido que cambiar la bobina o la aguja.

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Las máquinas se guardan en unas bodegas que hay, pero mueve el rostro cuando se le pregunta si el sector es peligroso o no.

Atienden de 07:00 a 17:30 de lunes a domingo. Sin embargo, debido a que escasea el trabajo, se han dividido en dos grupos de tres personas cada día. Una semana le toca martes, jueves, sábado. La siguiente lunes, miércoles y viernes.

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Personas llevas prendas en el sector de La Marín para que sean arregladas. Foto: El Universo

Gana unos $ 25 al día cuando está bueno y unos $ 15 cuando está malo. La gente pide alzar la basta de los pantalones y “meter de ancho” debido a que está a la moda la basta angosta, expresó.

A veces, agregó, zurcir. Cada trabajo depende de lo que quiera el cliente. El costo va entre $ 1,50 hasta $ 3,50.

El negocio repunta cuando inicia el año escolar debido a que los padres de familia piden meter las bastas para los chicos o bajar las faldas de las chicas. Los precios, acotó, se mantienen desde hace ocho o nueve años también porque el material que utilizan como los hilos no han aumentado.

Los clientes, sostuvo, a veces no quieren pagar lo que es, pero hay aquellos que pagan sin problema.

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Si llueve o hace sol tienen que acomodarse y hace una pausa cuando va a comer en un restaurante cercano. Tiene cuatro hijos, tres de los cuales trabajan. Ninguno de ellos cree que seguirán su oficio aunque saben coser cuando lo necesitan.

Añadió que el Municipio de Quito autorizó que las seis personas se dediquen a ese negocio. Cada año deben renovar un permiso, pagar la patente, que cuesta unos $ 13.

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Lo que le tocó aprender fue a “pedalear” la máquina, que consiste en mover hacia arriba y hacia abajo un pedal para que se mueva el artefacto.

Ruth recuerda que, en la administración de Paco Moncayo, les ofrecieron hacer locales en una bodegas cercanas lo que no se concretó y aunque quisiera estar bajo techo no muestra optimismo. (I)